Somos lo que ellos comen

Fernando Huidobro

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«Valdría intentar empezar a controlar seriamente con lo que se alimentan las bestias que luego nos papeamos»

Andaba yo cavilando en mis habituales paseos, esta vez por El Chaparral, bajo el Bartolo y sobre Bolonia, cuando noté en los cochinos negros de allí una cierta sobreactividad en su normal parsimonia, unos raudos correteos extraños. Mi buena educación y perversa curiosidad me acercó a ellos para saludarlos e indagar sobre sus peculiares costumbres gorrinas. Allí trotaban cochineros tras la levantisca comida que se les volaba por el levante; vi en ella unos colores extraños, naranja, amarillo. “¿Qué comen?” me pregunté. Arrimé el farol de mi incrédula vista: “¡pero si son bolitas de Cheetos y Lays Receta Campesina! Alucina vecina”, me contesté. No daba crédito. Entré a preguntar a mis amigos del lugar. “Sí, el Pedro, que le regalan las bolsas caducás, le sale gratis y a ellos les gusta”, me dijeron.

Bellotas, el alimento de los cerdos ibéricos.
Bellotas, el alimento de los cerdos ibéricos.

Andamos siempre a vueltas con el “somos lo que comemos”. No se nos cae de la boca y no seré yo quien pelee contra esta sentencia ni su autor, el ilustre y apreciado Juan Antelmo Brillant-Savarín, pero sí que creo que tenemos que adaptarla a los tiempos que corren, por ejemplo y nunca mejor dicho, para esos cerdos boloñenses que han cambiado el lentisco y las bellotas por las chuches. “Del que come salió lo que se come” (Jueces XIV, 14). Así que más nos valdría intentar empezar a controlar seriamente con lo que se alimentan las bestias que luego nos papeamos porque, como todo sabemos, ese es el meollo de la cuestión.

Ha llovido mucho desde que los rifeños plantaban campos de flores para libación exclusiva de sus abejas y gloria apicultora de su miel; no tanto desde que los franceses de Las Landas alimentaran exquisitamente a sus ciegos hortelanos o desde que los desgraciados pollos dejaron de saber lo que es el maíz y perdieron su amarillo y su buena grasa, aunque hoy vuelvan a los mercados bajo el sobrenombre “de corral” y un color amarillo postmoderno más que sospechoso.

Nadie sabe en realidad las porquerías con las que se alimentan nuestros alimentos, pero la alarma no cunde ni cuando sabemos del canibalismo animalofágico que vuelve locas a las vacas; del horror interno con el que se compactan y fabrican las hamburguesas; del vayaustedasaber de que son los piensos inmundos para pollos; de las ignotas moliendas de las harinas para los peces de granja o cuáles y cuántos son los colorantes químicos que hacen roja la blanca carne del salmón cautivo. Si preguntas a sus productores respectivos resulta siempre que sus crianzas comen gloria bendita entre semana y los findes menú degustación de TeleMichelín. Que siempre es cocina de mercado y de temporada. “Lo mejor para mis niños”, dicen. Mienten.

Corren ríos de tinta y suenan cien mil alarmas contra tabaquismos y alcoholismos, la drogadicción y etcéteras pero permitimos que nuestras infancias se malnutran con carnes repellás de animales sin preocuparnos ni lo más mínimo por ello. Las nefastas consecuencias no se harán esperar. Y cuando crezcan serán lo que ellos –los que nos comemos-, comen. Una mierda pinchá en un palo.