Navegando de Canadá a Nueva York

Como es sabido, los principales núcleos urbanos de Canadá -exceptuando la maravillosa ciudad de Vancouver- están en su costa este, más propiamente en la desembocadura del río San Lorenzo, navegable incluso para buques de gran porte. Residentes de la zona me habían advertido del escaso nivel gastronómico de su cocina. Ocurre un poco como en Londres -salvando las distancias-: las elaboraciones más interesantes se encuentran en restaurantes propios de cocinas foráneas.

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Para cocina foránea, además de itinerante y ecléctica, me quedo con la del amplio recetario del buque en el que hemos navegado once días hasta llegar a NYC. Propiedad de una compañía de matriz italiana que aún vistiéndose de Relais Châteaux no consigue disimular el hecho de encontrarse, según opinión de viajeros frecuentes, en una etapa de marcada decadencia gastronómica. Posiblemente esto es debido a que buscan una mayor rentabilidad, muy por debajo del nivel de la década pasada. A pesar de lo dicho, su cocina supera claramente casi todo lo que puedan ofrecernos en tierra los establecimiento de los lugares visitados, incluyendo Halifax, principal núcleo urbano en Nueva Escocia.

Lo más notable de este pretendido Relais Châteaux flotante son los ajustados precios de los vinos de su excelente bodega, que comprende lo más afamado del mundo. Château Cheval Blanc, Vega Sicilia o Dom Pérignon 2004 tienen, por ejemplo, el módico precio de $165.

En la zona de Quebec y Montreal, donde la fluctuación climática anual supera los sesenta grados centígrados, existen amplias planicies dedicadas a la agricultura, incluyendo en determinados microclimas, plantaciones de viñedos en las que por efecto de las elevadas temperaturas estivales, sus vinos alcanzan graduaciones increíblemente altas en comparación con comarcas europeas de similar latitud. Las mejores zonas vinícolas se encuentran muy acotadas en la isla de La Madeleine. A su alrededor se producen grandes cantidades de cereales y tubérculos, también excelentes fresones y otros productos hortícolas.

En Montreal visitamos dos restaurantes relativamente aceptables, uno italiano Il Campari y otro autóctono Laurie Raphael. El primero nos ofrece elaboraciones correctas, según el manual, pero carentes de alma. El servicio  es auténtico y  muy atento. Lo mejor es el hígado de ternera a la veneciana. El segundo, Laurie Raphael -nombre del mediático cocinero- tiene doble sede en las dos capitales del Canadá francófono. Figura como el mejor de una presunta nueva cocina autóctona. Por sus presentaciones me recuerda alguno de los diez buenos restaurantes de Reikiavik. De su cocina me gustaría destacar unas alubias, excelentes, con alcachofas y otros vegetales, acompañadas de unas costillitas de cordero lechal que se nos sirvieron demasiado pasadas. Estaban  preparadas al estilo francés del “carre d’agneau”. En el restaurante presumen de recoger la tradición gastronómica francesa ya que en Quebec y Montreal se habla más francés que inglés.

Me ha llamado la atención la presencia en el mercado de un pescado expuesto para su venta bajo el nombre de “fletan” es un pez blanco con una buena textura. Fileteado en supremas, la última vez lo había visto en carta como “saint pierre” en el mejor restaurante de Epernay. Lo comenté con el jefe de sala que se excusó amablemente, mi respuesta fue felicitarle por la mejora de calidad, ya que el fletán es un pescado blanco de calidad y no entiendo por qué no tiene buena prensa. Lo curioso de este pescado, como la sirvia o serviola en Europa o la ballena en Japón, es que es un pescado presente en el mercado mayorista pero no aparece en la venta la venta al detalle o al menos no lo ofrece bajo esta denominación. Nos preguntamos bajo qué otra denominación más prestigiosa podría llegar al consumidor.

El invierno es duro y el mar abierto, fuera del río, es feroz hasta el punto de que ciertos servicios de ferry no están operativos de noviembre a abril.

El producto estrella de la zona es la famosa “main lobster” o también el “wait crab”. Estas capturas están estrictamente reguladas en beneficio de una élite que transmite sus derechos de explotación de forma hereditaria. Su pesca se extiende a lo largo de casi mil millas náuticas desde el golfo de San Lorenzo hasta el de Main. Las capturas son tan abundantes que el precio de una ración servida excede en poco más de un 20% la de una pechuga de pollo o la tan popular “cesar salad”.

Lo más caro de la carta, por encima de la famosa langosta, es el atún rojo, forzosamente salvaje, importado de lejanos mares. El salmón digan lo que digan es de piscifactoría a menos de mitad de precio del atún.

Transitando por los alrededores de Halifax, observamos a lo largo de la costa que la mayoría de las casitas, flanqueadas por modestos vehículos aparcados a la intemperie, no pasan de los cien metros cuadrados de superficie. Contrasta con otras inmensas, cinco veces mayores flanqueadas de “súper trucks” y coches europeos de gama alta, que inequívocamente corresponden a los privilegiados pescadores.

En cuanto al marisco, ni se nos ocurra tocarlos. Su captura es una actividad estrictamente regulada, y ni aunque sea para consumo propio, está fuertemente penada incluso con la cárcel. Este comentario me sirve para introducir un tema significativo, para mí recurrente, el de los frenos culturales que inciden en el consumo gastronómico. No lejos de Halifax he visto percebes, para nosotros tan apreciados, en los alrededores de Peggy’s Cove. Aparecen en los riscos graníticos que soportan el faro, así como en otros puntos de la bahía. Los conocen pero ni los tocan -por considerarlos producto innoble- en el chiringuito próximo, donde ofrecen toda la gama de pescado y marisco local.

 

Nueva York desde Montreal

Llegado a NYC mi idea era no escribir nada sobre la ciudad de los rascacielos porque ya lo hice hace un año y prácticamente he repetido restaurantes. No obstante, comentaré que Le Bernardin y Per Se, de inspiración francesa, siguen siendo impecablemente exquisitos y siguen ostentando el nivel de servicio que se espera de su categoría. Justifican con todo mérito sus tres estrellas. Es un privilegio dejarse recomendar por Ben Chekroun, acreditado jefe de sala y gran sumiller en Le Bernardin, gran amigo de algunos de nuestros más conocidos chef a los que frecuentemente visita.

Pero en la ciudad que nunca duerme destaca por su inmerecido prestigio Brooklyn Fare. En el 2016 decidí no volver a visitarlo pero este 2017 le he dado una segunda oportunidad esperando inútilmente una mejora en su nueva localización menos remota. Continúa sin tener baños dentro del establecimiento, por lo que el cliente está obligado a salir fuera del recinto del restaurante, compartiendo los escasos recursos disponibles con el público variopinto que visita el supermercado en el que se aloja. Igualmente carece de zona de espera por lo que el cliente que no llega a su minuto justo, se ve obligado a esperar de pie en un frío e inhóspito pasillo de supermercado. Me enviaron una carta por fax a mi hotel, «amenazando» con recortar mi menú ya pre pagado en caso de presunta impuntualidad. Es una delicia de las relaciones públicas. Por si acaso, llegamos antes de hora. Transcurrido un cuarto de hora de la estrictamente marcada en nuestra reserva, seguíamos en el pasillo, entre estanterías, sin que se nos autorizara el acceso. En tan duras circunstancias difícilmente nuestra disposición para el requerido hedonismo gastronómico podía ser buena.

El trío de triestrellados comentado comparte el dudoso mérito de estar entre los 100 restaurantes con ticket más elevado del planeta. Ello es aceptable en el caso de los dos primeros, dado el elevadísimo alquiler que, sin duda, pagan en el meoollo de Midtown. Entre sus clientes se encuentran los grandes magnates de la city. No así Brooklyn Fare, situado en Garment District una especie de tierra de nadie próxima al Hudson, antigua zona de tráfico portuario, estación de autobuses, enlaces ferroviarios, en caótico proceso de transformación urbanística, que es frecuentado por una clientela joven extrañamente dispuesta a tolerar un trato tan rudo.

Comentario aparte merece Indian Accent restaurante de Manishi Mehorotra que fue ponente en San Sebastian Gastronomika. Estuvo en Londres y recientemente se ha instalado con muy buen pie en NYC. Se le augura un recorrido exitoso ya que ha sido invitado a un importante evento en California. Confirmando mi teoría de que los mejores restaurantes indios están en Occidente, donde la calidad de los ingredientes es muy superior a los del país de origen. Dovetail, restaurante burgués impecable que ostenta 4.6 puntos en la Zagat, con una estrella Michelin, es adecuado para el público de su zona residencial, al norte del Lincoln Center. Es notable apuntar el precio de la trufa blanca. Venden Il tartufo bianco a más de $15.000 el kilo. Aquí a este precio no venderían ni un gramo. No en vano en nuestra restauración disfrutamos de la mejor relación calidad precio del mundo.