La ratafía del siglo XXI, en la encrucijada

Mar Calpena

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Una serie de circunstancias más cercanas a la política que a la gastronomía han vuelto a recordar a muchos la existencia de uno de los licores antaño más queridos, pero también más denostados, de Cataluña. El camino que se abre ahora frente a ella puede bifurcarse en, al menos, dos direcciones. Una, más industrial, centrada en aumentar el consumo merced a la notoriedad que le ha dado la publicidad obtenida últimamente. Otra, más difícil pero probablemente más agradecida, es la de trabajar en pos de un producto que no se entiende sin pensar en su arraigo en el territorio del que nace.

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Y es que la ratafía es un licor con terruño. O debiera serlo. Derivado de otros tantos espirituosos medicinales elaborados por la iglesia, la ratafía (a veces llamada ratasía) es un término que definía hasta hace relativamente poco a cualquier tipo de licor. Más modernamente, usamos el nombre para designar aquéllos cuyo principal ingrediente es la nuez verde -un producto que se emplea en otros espirituosos mediterráneos, como el nocino- y que utiliza diversas plantas medicinales para darle sabor mediante un reposo al aire libre durante al menos cuarenta días y cuarenta noches.

Idealmente, se elabora a partir de alcohol vínico, y con poca o nula adición de azúcar. Y subrayamos la ambigüedad de este “idealmente”, porque ocurre que la ratafía es una bebida cuyo reino ha estado hace poco confinado bien a la producción casera, o la producción industrial. Ambas contaban con limitaciones muy claras. En el primer caso, la escasa producción, la imposibilidad de estandarización, y la ausencia de conocimientos técnicos por parte de los elaboradores. En el segundo, cierto sometimiento a la lógica del mercado y a unos gustos algo anticuados, que hicieron que en algunas referencias se tendiera demasiado a buscar el dulzor de otros productos similares, en la errónea creencia de que esto iba a generar una mayor demanda. Todo esto hacía que los intentos tanto de tecnificar como de crear un marco regulatorio dentro de la IGP estuvieran algo encallados, aunque ante la perspectiva de dejar pasar el impulso que tiene ahora esta bebida parece que el consejo regulador va definiendo ya los parámetros que debe tener la ratafía catalana.

Son estos unos parámetros que buscan trabajar un producto tradicional desde una perspectiva rigurosa, sin perder lo que lo hace distinto (además de las nueces, la representación del paisaje cercano al ámbito de producción dentro de cada botella) pero corrigiendo determinados aspectos en los que hay que mejorar la exigencia, como los alcoholes empleados o la cantidad de azúcar, vigilando ante ciertas malas prácticas que pretenden infundir un aspecto artesano, tradicional o de proximidad a productos que en rigor no deberían llevarlo.

Pero más allá del aspecto regulatorio, la ratafía es también lo que vertebra las fiestas de varias poblaciones -principalmente, pero en absoluto solamente- de la provincia de Girona. Estas actividades, como la Festa de la ratafia, de Santa Coloma de Farners o la Fira de la Ratafía, de Besalú, han supuesto el redescubrimiento de un licor tradicional por parte de toda una generación, que ahora pasa su amor por ella incluso a niños, mediante la explicación del ecosistema y de las virtudes de las hierbas, con lo que además de garantizar que continúe la tradición crea así un acercamiento responsable al destilado. Estas ferias son también una estupenda ocasión para acercarse a usos menos usuales de la ratafía, como la coctelería -que ya la emplea en bares premiados como Dr. Stravinsky de Barcelona- pero también la cocina, en diversos guisos creados en restaurantes de la zona, y en productos aromatizados con ella, como galletas, tés (que llevan las mismas plantas), vinagres… La ratafía tiene muchos atractivos para continuar con su vida en este siglo XXI, pero dependerá también del uso que elaboradores, bartenders y cocineros quieran darle.