El afilador de plata de Budapest (metáfora ética)

Un sacapuntas de plata antiguo, de los años 20 del siglo pasado. Me lo regala József Vinkó, editor de la revista húngara de cocina Magyar Konyha, periodista y escritor respetado, amigo. Me dicen él y su mujer, la también periodista gastronómica Orsolya Madary, que este inverosímil afilador, una rara pieza ya, me hará mejor en mi trabajo… Y dice…

Jószef Vinkó y el sacapuntas de plata.
Jószef Vinkó y el sacapuntas de plata.

Era orgullo entre los periodistas húngaros de aquellos vibrantes años de principios de siglo pasado, pasión tertuliana en un entorno de efervescencia cultural y convulsión ideológica, ser fieles con fervor a la deontología profesional, al compromiso sagrado con la verdad y la honestidad intachable para con los lectores. Sí, ya sé que todo esto suena raro y que más bien parece el principio de un cuento fantástico… Sin embargo, así era entonces. Me cuenta Jószef que, en aquel contexto inflamado de periodismo, no obstante, como ocurre hoy, también los había que, fascinados por el poder que todo lo corrompe, olvidaban su juramento y acababan “sirviendo” a los de arriba manipulando si hacía falta la realidad. Era entonces cuando sus compañeros, conjurados, le hacían llegar discretamente un paquetito con un afilador de plata. Como el que ahora tengo en las manos. El sacapuntas era el recordatorio perentorio de la peligrosa deriva… El receptor, al abrir la cajita, sabía que había perdido el rumbo, que era momento de volver a afilar los lápices so pena de caer en la ignominia informativa… Bella (y sombría) metáfora que, conviene apesadumbrado Jószef, hace años se olvidó. Sí, amigo Vinkó, sí. Y, no obstante, aquí está el afilador, recalcitrante, recordándome, recordándonos, “de dónde venimos y a dónde vamos”.

El sacapuntas. Acaso a día de hoy habría que cambiar la metáfora por algo más contundente viendo el panorama. ¿Un martillo neumático? ¿Un bate de baseball? Porque, pienso ahora mismo, lo que en aquellos años de Budapest era un flirteo con el poder ahora mismo es una orgía (delirante, indocumentada) en el gran pesebre donde todos son bienvenidos al festín. El afilador sugería una mirada al espejo y un autoanálisis severo ante la propia imagen; ahora, el espejo no es más que una cornucopia distorsionada de la autoafirmación estúpida sonando a todo volumen. Entonces la cosa iba de periodismo, malgré tout; actualmente, lo que comunica (hablo particularmente del sector gastronómico) no tiene nada que ver con aquello: es la incultura, la ordinariez, el insulto y la barbarie. Hace unos meses tuve un “encuentro” fuera de fase por las redes con determinado cocinero madrileño, con el que crucé varias palabras altisonantes, aunque siempre dentro de lo aceptable en un diálogo encrespado (rockeros somos). Pero lo pavoroso fue lo de sus fans (¿zombies?), individuos que serpentean por la red con el único fin de “buscar y destruir”. Sin ninguna información, ajenos al más mínimo criterio deontológico, sin conocerme de nada, se dedicaron a insultarme de forma mucho más que procaz. Y estos son los tipos que se dedican a “informar” en el siglo XXI. Personajillos psicopáticos, vendidos a intereses fraudulentos, que son capaces de hablar de aquellos a quienes no conocen, de criticar restaurantes a los que nunca han ido, de pontificar sobre lo que ignoran (e ignorarán). En definitiva, de producir “información” espuria sin ningún criterio y, desde luego, sin el mínimo contraste de las noticias (ça va de soi). Hasta reconocidos diarios de larga y seria tradición han caído en lo mismo (especialmente en las versiones digitales) por culpa de periodistas sin formar y con la sola ambición del scoop efímero. Lo único que da visitas, colegas, es epatar como sea. No hay límites. Y volvemos al sacapuntas…

Escribo desde La Laguna, el aire oliendo inexplicablemente a duraznos. Mañana, cuando regrese a casa, afilaré todos mis lápices. Te lo juro, Jószef.