¡Al Tajo! Benito Gómez de Restaurante Bardal

Bardal queda colgado en El Tajo. En el de Ronda. Benito quedó colgado del tajo. Del de la cocina. Escribir de Bardal y de Benito es hablar de Ronda y de cocina. Vayamos pues al tajo.

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Allí, impepinablemente, todo es altura y vértigo, piedra y farallón, dureza y riesgo, nobleza y poderío, vista al frente y a lo lejos, al porvenir y su esperanza. Hay que saber sobrevolar con la maestría de las chovas de rojo pico para anidar peñas arriba. La vida en la cima se las trae, los oídos zumban y el mareo meniere amenaza el equilibrio del más pintao de los cocineros. Hay que gastar mucho cuidao si no se quiere terminar “más agobiao que Spiderman en un llano”. Aquí no hay atajos que valgan.

Recuerdo el texto de la nota suicida de aquel rondeño que, habiendo dejado bien predispuestos su par de zapatos y su DNI en el pétreo poyete del puente pétreo, se despeñó voluntariamente al vacío: “os espero abajo”, decía. Será quizás por cosas y casos así por los que este incrédulo catalán de puro sentimiento polaco transido a nuestra profunda Andalucía, venera a San Pancracio. Ese santo cuya imagen preside su descreída cocina y que su buena y previsora madre le regaló en prenda al prenda para que le salvaguardara de todos los males que acechan y amenazan al cocinero por derecho, y le salvara al tiempo, los manteles y la hacienda, a ser posible. Porque sabía de lo fácil que es palmar pasta y veía venir que su churumbel iba a echar toda la carne al asador del restaurante, porque para él la pela ya no era la pela; que se quedaría a dos velas, con lo puesto y con no más que una buena tajá de pan untao, eso sí, en manteca colorá; que no es que le fuera a faltar de comer, pero que todo iba a ir al negoci y que no iba a guardar ni la asaura para casa y hogar, ni mujer que los guarde y lo cuide a él.

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Por eso ella, sabiamente, lo encomendó al santo del trabajo y el dinero urgente, del que, entre los del santoral, sabe sacar merecida tajada del curro digno. Y por eso él, con igual sapiencia se encomendó a ella, a Merche, con quien comparte hoy vida, ocio y negocio, la que lo lleva y lo entiende aunque brame en justicia: “así no vamos a tener un duro nunca”.

Sí, porque enfrentarse al duro oficio de cocinar en todo lo alto, por ubicación nivel y  calidad, solo cabe hacerlo desde la autenticidad; con respeto, pudor y seriedad, tal cual, a las claras y por la cara, dando la cara claramente, sin discursos ni leches. Sin más plampinas que las justas que se quieran poner en el plato. Tal es la gastrosofía pura y dura, verdadera, del Señor Gómez: “cocinar rico y bien, dar de comer rico y bien, montar en bici” y trabajar a destajo.

El comedor de Bardal es ventanal y galería a la serranía, pero Benito nada hace de cara a la galería, su cocina se cocina en la cocina de cara a los fogones y “paso a paso”. Cocina y sala, ying y yang, su bien y su confort frente a su bestia y su disgusto; dos caras de una misma moneda, la misma que la propia Ronda ofrece como magnífica ciudad que visitar pero a la que cuesta mucho la ida, y sobre todo, la vuelta. Sofocante calor veraniego dentro, intenso frío invernal fuera. Así es la vida extrema del que vive close to the edge, al filo de la navaja trapera, del abismo y de ambos tajos: Blade Runner, Tajo Cooker.

Así y esa es la lucha, hasta contra sí mismo, de un chef de fondo limpio y de cima descubierta, de una persona que no gusta de medias tintas, que no quiere mediar ni ser mediático, que huye de ser mediatizado y rechaza contar historietas que no son ni le van. Un cocinero bandolero que con cada uno de sus platos te desencaja un alcabuzazo de cañón gordo y tiro amplio, que tira al plato una comida de corta distancia que te pega en tó la boca, sin capacidad de fallo ni error. Sí o sí.

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Es ahí, en ese magnífico entorno rondeño donde Benito se desenvuelve y traga sus bienes de hiel y miel, y donde Bardal y Tragatá se hacen con sus más preciados tesoros con los que surtir sus cocinas; se provee de productos de sus austeras y circundantes  sierras, malagueña y gaditana, de los más exhuberantes de ambos litorales allegados y de la cadencia y ascenso de los de la vega antequerana contigua: su alimento no es pues de relumbrón, “se me da bien trabajar con cosas chungas, ‘me pone’ la casquería; las berenjenas, el bacalao, los caracoles, la remolacha, las crestas, pero de gallos de aquí. Si me plantas delante tres centollos bien repletos no sabría qué hacer con ellos”. Es pues, un cocinero privado pa un pobre y un cocinero público para unos clientes más pudientes, porque ese es su gran valor añadido, sacar de donde, aparentemente, no hay; hacer de tripas corazón, ese enorme corazón que le pone a su quehacer diario, con sus manitas en las cazuelas, sus pies en el suelo, sus riñones a los lados, y sus sesos vaya usted a saber dónde.

Platos, los suyos, que deseas repetir, que echas de menos y hablas de ellos con los amigos en la distancia, por los que sientes verdadera añoranza. Y eso, queridos míos, es muy raro y difícil. “Cocina bien una Téte de veau y déjate de chorradas” dice él; y que el comensal repita, y se coja una buena tajá, añado yo por él.

Porque todo lo que inicialmente se percibe en su mollera y actitud como anarquía, desorden y rebeldía, como por arte de mágico birle-birloque de su depurada y completa técnica aplicada, se torna en armonía sápida y también estética dejándote boquiabierto en la mesa. De repente todas las complejas ecuaciones de trato, manipulaciones, cocciones y combinaciones que se esconden en sus recetas y se adivinan detrás de sus platos, aparecen resueltas en el todo final sin aspavientos, operaciones aritméticas, calculadoras sofisticaciones, ni grandilocuencias. ¡Tachánnn! Nada por aquí, todo por allá. Pero lo que termina ante tí te causa sorpresa (¡oh!), alegría (¡ole, ole!) y risa boba (jeje). Admiración (¡ahí va la hostia!), perplejidad (¡dios!), gusto (¡hum!), y regusto (¡hummm!). Así es él y así es su cocina: genio y figura hasta la jartura. Como dice su cosmopolita colega, “el puto amo”.

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