Arrebato en Asturias 2 (Molicie en Prendes)

¡Joder! Las 10 de la mañana y la luz que estalla a través de la ventana desfigura inevitablemente cualquier rastro de humedad en la extraña pesadilla a la que aquella última copa de champagne de ayer me ha arrojado… ¿Dónde estoy? Afuera el sol «quema» el verde de un bucólico parque… ¿Cómo? ¡Avilés, sí!

Marcos Morán, de pie, Xavier Agulló y Javi Antoja, a la izquierda, y Koldo Miranda a la derecha

El agua helada de la ducha se encarga de irme desvelando sin miramientos la agenda terminal de este fin de semana sin cuartel. Hoy es Prendes. Casa Gerardo, colegas.

No; esa noche en la que Koldo Miranda nos lanzó sin contemplaciones al grueso de su carta detallándonos a la vez las distintas razones de la gloria de la DO Champagne no nos morimos. Ya de madrugada, con sensación de ser carne de after hours gastronómico, llegamos Javi, Carlos y yo al aparatoso Palacio de Ferrera, en la plaza España de Avilés. Fundido en negro.

Ahora. Una pregunta: ¿cuántos cortados harán falta para que escampe esa niebla? NO obstante, afuera, luce el sol… Hoy va a ser un gran día.  Me ha llegado que en Casa Gerardo nos aguardan con ganas. Pero nosotros todavía somos más chulos, ¿no? En este momento todavía no imaginamos que más que una comida hoy viviremos un auténtico «indoor» gastronómico, una salvajada de sensaciones que nos va a esclavizar sin horario a las sillas transparentes del privado que tienen en la cocina Pedro y Marcos Morán.

Aunque en un principio los tres, Carlos Rondón, Javi Antoja y yo mismo, en el bar de la esquina del hotel, disimulamos con unos cafés, la hora del Ángelus (maldita idea me diste, Roser) nos pilla con la segunda birra. Bebemos en silencio.

Ajenos a la heroicidad futura que nos aguarda, inflamados de la pasión asturiana que otorga el coqueto look de la parte vieja de Avilés, seguimos fatigando el bar Indianu a base de cervezas. Nos estamos acostumbrando a ir sin jockey… Carlos se deja las fotos que debía llevarle a Marcos en el Indianu. Movidón para recuperarlas, pero vamos ligeros de equipaje y todo sale bien. Y llegamos. Durante unos minutos, queremos sentir el cosquilleo previo a toda fantasía que está a punto de cumplirse y nos demoramos frente al restaurante, oteando el servicio más allá de los cristales. Desconocemos la aventura que vamos a correr, la irrealidad a la que nos estamos abocando. Entonces la piedra estricta de Casa Gerardo tiembla levemente al otro lado de la carretera; finalmente nos miramos con determinación, cruzamos y entramos. Dentro se respiran las risas y los brillos. Todo ha quedado atrás, incluso desaparece por completo a medida que vamos subiendo las escaleras que llevan a la cocina del local y, más allá, al comedor privado que va a ser nuestro destino… ¡Las próximas 12 horas!

Nada hacía sospechar esa brutalidad, sin embargo, con el primer y discreto sorbo del Dom Perignon que Pedro nos ofrece jovialmente. ¿Quién iba a imaginar que no levantaríamos el culo de aquella mesa hasta las dos de la madrugada?

Deberían pasar muchas botellas de aquel champagne, junto a diversas galaxias sensoriales, cocciones extravagantes y límites pulverizados para que comenzáramos a tener noción de que estábamos viviendo algo grande, algo que no podía entender ni de tiempos ni de espacios.

El inicio de la fiesta ya marca con un insolente eclecticismo que, hoy, Marcos va suelto. Cocktail de manzana, bocata crujiente de quesos asturianos, croquetas de compango en metáfora de fabada, corazón de bonito al fuego vivo. ¿Cómo lo ves? Desde lo más clásico a lo más atroz. Confort y radicalidad. Sin hostias.

Pedro ya está sentado con nosotros. Sus ojos bailan al vértigo de los primeros compases del menú mientras nosotros empezamos a volar en un mundo de grasas insólitas: ostras con aceite de piñón; navaja en grasa de almendra. Sólo el Dom Perignon, ahora, marca la coordenada temporal, porque en los platos ya avanzamos sin gobernalle. La anchoa aliñada, cítricos, especias, Módena; la sardina con levadura, configurando un bocadillo de extrema sutileza con toque de pistacho; el hígado de salmonete con algas, que es un shot de mar por la cara…

La desfachatez de Marcos ya ha traspasado la frontera de lo asumible, y ahora es capaz de emocionar sencillamente con unas quisquillas a la brasa acompañadas de panes secos, rosas y pistachos. Regamos con las cabezas hasta perder el Norte… Menos ínfulas aún propone el morro de bonito con tomate, de singular naturalidad.

Se siente el furor en la mesa. Corre el champagne detrás de una entropía sápida que ya no controlamos, porque Marcos ha enloquecido en la cocina. Explosivo bogavante con col y avellana; centollo, cabeza y pata en glorioso bisque donde se tropieza con la felicidad.

Parece que entramos en una zona más equilibrada, menos delirante: huevo en consomé de calamar y eucalipto; salmonete escaldado, esencias y patata; sargo en su jugo. No obstante, la gran parada está a punto de entrar en un final salvaje, impío. Élfico: espárragos con argán y consomé de setas y cochinillo. Otra vez el hechizo improbable. Marcos está salido, ¡por Júpiter! Al fondo, su padre, Pedro, reclama más. Carlos, Javi y yo sólo somos gastronautas perdidos en la vorágine de un imparable viento cósmico… Ternera y tuétano.

Arroz con leche

 Y, claro, la fabada. Mucha fabada. Llega un punto en que ya todo da igual. Y esa fabada es Dios. Y nosotros somos sus acólitos.

No puedo describir con exactitud lo que ocurrió tras el arroz con leche. Si recuerdo, no obstante, que estuvimos largo rato aguardando a que las gallinas pusieran unos huevos que celebramos fritos…

Descubrimos que habíamos gastado 12 horas en casa Gerardo al día siguiente, cuando ya no podíamos saber con certeza si todo había sido un sueño.