«La ciudad de las patatas bravas» proclama la última campaña del ayuntamiento de Barcelona, y se quedan tan frescos. Ahora me entero de que en mi ciudad las patatas bravas son un signo de identidad y, si lo fueran, habría que reconsiderarlo. No tiene sentido hacer bandera de algo que no llega a la altura.Esta no ha sido nunca una ciudad de tapas, no va con la tradición catalana. La excepción, durante mucho tiempo fue la isla de la Barceloneta. El aperitivo, en Cataluña, fue siempre cosa de domingo y de un solo establecimiento, lo de la ronda, aquí, no ha tenido nunca predicamento. Con las oleadas migratorias los nuevos catalnes provenientes de otras zonas dónde el tapeo es ley, trajeron sus fast-food a los barrios dónde se instalaron. Luego llegaron las franquicias.

Hoy, salvo excepciones, la tapa reina en las barras con absoluta indignidad. Junto con los gomosos, insípidos y recalentados calamares a la romana, con las insulsas ensaladillas provenientes de bolsas que hibernaron no se sabe cuánto tiempo, conviven, en la mayoría de barras y terrazas de los mal llamados bares de tapas,  el equívoco mayúsculo, la estafa picante, el recuerdo  de lo que antaño fuera un humilde y sabroso tentempié; las patatas bravas. Hombre, bravas suelen ser, porque un toquillo,  o un  tocazo, de alioli y de salsa picante disimula mucho el torpe protagonismo de unas patatas zapateras, congeladas, rehogadas, refritas. Buenas, lo que se dice buenas, sólo conozco -quizá es que ya no me atrevo a pedirlas sin referencias- las históricas del Bar Tomás, su réplica revisada y muy evolucionada del Arola, la copia que de éstas últimas sirven en la Taverna del Clínic, las del Inopia ( para mí las mejores) y las del Tapaç 24. Debe de haber más, ¿Me pasas dónde?