Cocinar no es Codiciar

¿Quedan cocineros que no quieran abarcar más? Anteriormente, tener, contar y mantener abierto y triunfante un solo restaurante era un mérito y un honor; más que válido, por tanto, para cubrir sobradamente el ansia de éxito y llenar suficientemente la bolsa de su propietario, raramente coincidente con quien oficiara en su cocina.

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Hoy, el oficio se ha tornado en titularidad empresarial, el éxito en candelero social y el triunfo en avidez de negocio. El Big Business de la restauración es un hecho cierto y cuasi mundial. Los grupos empresariales del sector crecen, ahora, económicamente sanos y fuertes y sus expectativas de futuro son opíparas. Unido al turismo y otras muchas hierbas es bendecido por el stablisment, se codea con el PIB y saca pecho como generador de riqueza y empleo. ¿Bendita expansión?

Pero, dejando fuera al cocinero de empleo y sueldo contratado por terceros y centrándome aquí, ex-profeso, en el grupo cabeza de grande facturación o de relumbrón y fama, quiero incidir y reflexionar, aunque sólo un poco fuera, en que ya nadie, ninguno de ellos, se contenta con lo que tiene, aunque un mucho fuera: la codicia ha llegado a la cocina.

Una codicia que entiendo como un deseo de ganar más dinero, mucho más, diría yo. Como una avidez de riqueza, como una aspiración por tener varios restoranes o negocios y asesorar a otros cuantos, como un anhelo por titular marcas diversas, como un afán por franquiciar y destacar en lo económico también y principalmente.

Es esta una ambición lógica, consecuente con la evolución histórica y económica del sector y los actuales tiempos, y también legítima como opción personal y derecho básico de libertad de acción y empresa. ¡Claro que sí, sin lugar a duda!

Pero, no cabe reflexión sin peros: ¿no estaremos ante un desmedido apetito? ¿no nos encontraremos frente a una ambición desordenada de hacer pasta? Me parece a mí vislumbrar un exceso de materialismo, una actitud y actividad fabril y febril, un esfuerzo interminable imposible de satisfacer, como lo definiría Eric Fromm. Es lícito, repito, querer ser altius, citius y fortius como deportivamente y en fair play decían los romanos, pero este querer ser ricos a toda cosa en un mundo hostelero en expansión y holgura no creo que sea sano y benefactor para la buena gastronomía. ¿Dónde está el límite? ¿Cuándo se cruza la delgada línea roja que la separa de la insania, de la avaricia que termina por romper el saco y saca lo peor de la humana condición y conduce inexorablemente a la corrupción?

¡Cuidadín, cuidadín! que no hay credulidad más ansiosa y ciega que la de la codicia, que es, como decía J. Conrad, en su medida universal, la miseria moral y la indigencia intelectual de la humanidad.

¿Dónde quedó el romanticismo de esta profesión?¿dónde aquella lozanía y valentía, dónde la preminencia por lo bueno y lo bien hecho?¿dónde la personalidad y personalidades directas y auténticas, carismáticas?¿dónde aquella bendita locura?¿dónde la ilusión hasta la irracionalidad?¿dónde la naturalidad,la amistad, la alegría y la fiesta?

No soy yo de los tristes pesimistas, ni de los agoreros nefandos, ni de gritar que viene el lobo sin motivo, soy feliz cual perdiz con el buen momento de nuestra gastronomía y disfruto con ella y la defiendo y propago en mis posibilidades. Adoro la que probablemente sea la disciplina más gustosa de todas. Pero esta desaforada vehemencia que barrunto y sobre la que aviso, me inquieta, me hace cosquillas chungas en el estómago; por eso advierto: cuidado con alimentar en demasía a la bestia si no queremos pasar, como dicen los italianos, del morto di fame al morto di fama y viceversa.