Mi día en el Bulli. El baile en el salón (y 3)

Entramos de día y salimos de noche. Es lo que tiene esta época. Eso y cinco horas dale que dale, a un ritmo constante hasta terminar con 41 elaboraciones. Un ritmo, una eficacia, un buen rollo, que tiene un responsable fuera de la cocina, Juli Soler. Prometí hablar del servicio de sala porque, muchos estaremos de acuerdo, la sala es hoy, en la restauración pública, la gran olvidada. Y en El Bulli es excelente, porque esa secuencia  entre la cocina y el comensal, tan profesional sin ser nada rígida, da todo el sentido a la casa.

Comenté que cuando mi sobrina Deva y yo llegamos a Cala Montjoi , con el plato de anchoas, nos recibió el comité de bienvenida. Es lo que hacen siempre y allí estaban, de pie, con una sonrisa de oreja a oreja, Lluís Garcia y Pol Perelló y los sommelieres, David Seijas y Ferran Centelles. Lluís Biosca, otro de los imprescindibles ya atendía en la sala. Y allí estaba Juli,  bromeando, como tantas veces, y encantado de recibirnos. ¡Qué distinto de esos otros lugares, generalmente más al norte, tan encopetados, donde parece que te perdonen la vida por estar allí!   

Siempre me ha hecho gracia el tipo de bienvenida que te dan en El Bulli. Esa guardia de honor en formación ante la puerta de la sala que los  propietarios del restaurante han querido mantener con su look kitsch  como oposición al espacio de la cocina, todavía ultramoderno, aunque tenga ya muchos años. De nuevo se adivina en ese juego entre espacios  una voluntad de epatar y de salirse de la norma que es marca de la casa. O puede que haya, aunque no lo he preguntado, la voluntad de mantener los comedores tal y como estaban en tiempos de Marketa Schilling, la primera propietaria de El Bulli, porque nadie me podrá negar que tanto Juli como Ferran son gente con memoria y agradecida.

Josep Monje, otro de los grandes «maître d’hotel», nos dijo una vez en un reportaje para TV3 (también lo repititó a Pau Albornà en la entrevista que tenéis en estas páginas) que gran parte de la desafección por la sala, se debe, paradójica y precisamente, al éxito de la cocina. La historia es bien conocida, en la medida que los cocineros iban saliendo de las cavernas que eran las cocinas antiguas  -sucias, calurosas, anónimas- el trabajo de sala iba perdiendo protagonismo y, a su vez,  vocaciones.  Sobre todo a partir de la Nouvelle Cuisine, la «obra» del cocinero alcanzaría el máximo protagonismo. Sus creaciones ya salían emplatadas de la cocina en detrimento de aquella otra cocina clásica que requería de la preparación en la sala. Pasaron de moda el steak tartar preparado ante el comensal, o los crêpes suzette, que te flameaban antes tus ojos, por hablar de dos ejemplos que, dicho sea de paso, todavía en Via Veneto están vigentes. 

La camarera con la fruta de la pasión
La camarera con la fruta de la pasión

El camarero de la nueva época no tiene ya que despiezarte un ave o un pescado, porque ya todo sale perfectamente dispuesto y ordenado en un plato que el xef ha imaginado hasta el último detalle. El cocinero perdió el anonimato para ser, además, el dueño del restaurante. El profesional admirado, el que sale a saludar al final del servicio, al que llaman en la tele, el que se lleva los laureles, ese es el cocinero. Para cambiar un poco eso San Sebastian Gastronomika también quiso en esta pasada edición llevar al escenario a algunos de los grandes profesionales que atienden a la clientela, porque, en general, sólo los sommeliers gozan del glamour de la sala. Sin embargo, en eso, El Bulli ha dado otra vuelta de tuerca. Otra.

Ante ese estado de la cuestión que ha impedido que en términos generales cocina y sala estén hoy al mismo nivel de excelencia, Josep Monje tenía el antídoto. Proponía un acto de generosidad por parte de los cocineros para que, al menos, algunos platos se terminaran en el comedor. En el menú de El Bulli de este año hay muchos de ellos.

Para empezar, el cóctel-té de cassís que preparan inspirado en la ceremonia japonesa del té. Ya el año pasado creo que fui una de las personas afortunadas en probar eso que este año se ha consolidado. En aquella ocasión, el mismo Oriol Castro, jefe del equipo creativo, salió de la cocina para hacernos una preparación de un modo aproximado a como   se prepara el té macha en Japón. Este año esa «ceremonia» ya se ha dejado en manos de los camareros. Confieso que me gusta mucho verlos trabajar junto a nuestra mesa; es el espectáculo llevado ante nuestros ojos.

Y este año hay mucha acción-actuación de este tipo. Había que ver la cara de Deva cuando la camarera rompió el «globo de gorgonzola» delante de nosotras, en la mesa, para rallar nuez moscada en su interior. O cuando otro camarero se acercó con una trufa blanca y laminó una parte de ella en una copa de brandy. Otras veces no hubo más acción que el simple emplatado, como cuando nos sirvieron el tartar de tuétano, que había llegado en una vaporera de bambú, que la camarera dispuso en nuestros  platos y salseó.

Le corta la copa
Le corta la copa
Así se presenta la fruta de la pasión. Pero tiene truco...
Así se presenta la fruta de la pasión. Pero tiene truco...

En esta casa siempre me ha llamado la atención que aunque te atiendan dos o tres camareros distintos, o quizá más, todos pueden explicarte detalles de lo que te están sirviendo. Esa obviedad no se da siempre en todas partes y se agradece mucho saber el qué y el cómo de lo que te estás comiendo.  Mira si es importante el papel del camarero que puede enaltecer o llegar a arruinar el trabajo de la cocina.

No pregunté a los camareros tanto como habría querido, por eso seguro que no habré sabido distinguir todas las técnicas. Pero, como en la magia, si te ha gustado el truco ¿Qué importa si no lo has detectado? ¡Qué más da!

En la estupenda coreografía que se baila en la sala, Juli Soler es el bailarín solista. Ahora da un paso ante esa mesa, ahora lo da otras dos mesas más allá, y en el camino se ha dado cuenta de lo que falta, si es que falta, en las otras mesas que acaba de pasar. No escatima atenciones y lo mismo hace con su personal,  y es más que probable que esta actitud de jefe atento contribuya en gran manera a la buena sintonía entre los trabajadores de la sala.

Prueba de ello es la sonrisa instalada permanentemente en la cara de David Seijas, quien fue nuestro sommelier aquel día, al que debemos haber probado un vino que nos encantó, el borgoña Chassagne-Montrachet Les Morgeots 2003, de Lucien Le Moine. Por cierto que David es noticia estos días por haber publicado una especie de libro de «autoayuda» para comprar o compartir un vino; «110 vinos para el 2010».

Al terminar la maratón gastronómica, junto a la terraza y ante la caja de los morphings para el café, nos sentamos a empezar a meditar todo lo que habíamos sentido. Me interesaba saber la opinión de mi joven sobrina tras su primera visita al templo de la vanguardia, precisamente porque ahora ella trabaja el registro de la cocina tradicional y porque está tan libre de prejuicios culturales como de alguna pulsión esnobista.

Se confesó impactada por tanta información, por tantas nuevas sensaciones y comentó algo que no por elemental me pareció menos certero, que es imposible apreciar todo lo que te puede dar El Bulli sin un interés por la gastronomía muy anterior. «Alguien que aspire a ir sólo porque hay que ir -me dijo muy segura-  no se va a enterar de nada.»

No era el caso de Deva, que tenía un sueño y ese día lo vio cumplido.

Por cierto, no sé qué fue de las anchoas.