¿Vuelve lo rústico?

«Cocina creativa: La que tiene intención de serlo. No se dedica a crear quien puede sino quien quiere. Otra cosa es que resulte más o menos original; sepa bien, mal o peor y hasta que tenga algún sentido (el sentido: tenerlo, dárselo, saberlo encontrar… atención estamos sobre una categoría pantanosa…)».

¿Vuelve lo rústico? 0Así concluía mi primer artículo para 7 Caníbales que escribí pronto hará diez años. Se trataba, básicamente, de un glosario con sucintas definiciones comentadas de Cocina, Cocinas, Alta cocina, Gastronomía y algunas derivaciones compuestas:

«Cocina tradicional: La que se ha practicado durante un cierto tiempo en un determinado territorio. Nada de esencialismos, la tradicionalidad de un plato no depende ni de la procedencia de los ingredientes, ni del origen de la receta, ni muchísimo menos de algo tan difícil de identificar como su carácter local, sino de que un mínimo de vecin@s de distintas generaciones decidierán repetir la receta que lo hace posible».

Desde entonces he recurrido infinidad de veces a estas acepciones informales que propuse cuando nació la revista porque, en su extrema sencillez, continúan pareciéndome útiles para explicar las dinámicas gastronómicas.

Y hablando de dinámicas, en nuestro entorno conviven, hasta cierto punto dialécticamente, el preciosismo detallista dominante en la restauración creativa con la cada vez más debilitada oferta basada en la tradición rural autóctona de presentaciones directas sin orfebrería decorativa. También existe la prestigiosa cocina de producto, claro, pero hoy no hablaré de ella, ni de las omnipresentes tapas, ni de las llamadas cocinas étnicas, cliché más o menos reduccionista de las tradiciones de otros lares. De acuerdo. En rigor, lo que se da en los establecimientos públicos es una combinatoria infinita de estos modelos ideales teóricamente puros en diferentes proporciones, pero veo lícita para este análisis la simplificación de agruparlos en las grandes categorías contenedor, tan manidas, de cocina tradicional y creativa en aras de describir el fenómeno de manera comprensible.

Ciertamente, y hablando siempre en general -las excepciones pueden ser maravillosas- nuestra cocina tradicional no ha experimentado el aggiornamento adecuado; una puesta al día de sus recetas por lo que respecta a cantidades, proporciones, procesos y temperaturas para adaptarse a las necesidades nutricionales, formas de vida y preferencias actuales sin perder su esencia y carácter patrimonial.

Entre las causas de este inmovilismo encontraríamos la deficiente atención atávica a la cultura popular, el poco prestigio que han tenido para quienes se dedican a la innovación y el desarrollo tecnológico las fuentes patrimoniales, su escasa presencia en los temarios de muchas escuelas de hostelería basados en el canon escoffieriano o en los planes de estudio de las nuevas facultades universitarias que se han rendido al paradigma bulliniano (y con razón, pero una cosa no tiene porqué quitar la otra). El mejor ejemplo de éxito en la actualización del patrimonio gastronómico lo protagoniza sin lugar a dudas Italia, que además capitaliza el ideal mediterráneo. También Japón y Perú son casos a estudiar.

No es ajena a las causas la aculturación consecuente al nuevo modelo de vida urbano, alejado de los paisajes, personas y estructura cultural donde nacieron los platos y nacen (¿aún?) los alimentos. Además, nuestra memoria selectiva psicológica, pero también histórica, tiende a recordar los ágapes festivos o extraordinarios, proteínicos e hipercalóricos, olvidando los cotidianos, ligeros y por ello con más frecuencia revisitables (aunque estos, para convertirse en propuestas atractivas de restaurante, puedan requerir un twist de glamour). Por último, y aunque parezca contradictorio, la patrimonialización estratégica de algunos platos mediante la fijación de una determinada versión como receta canónica con su consecuente condena de cualquier revisionismo, sí salvaguarda el tótem, también lo fosiliza. Porque sabemos que un plato es tradicional como resultante del sumatorio de todas sus variantes efectivamente practicadas. La tradición, o es dinámica o pasa a ser arqueológica. Por otro lado, aunque este inmovilismo pueda suponer cierta desventaja con respecto a la sensorialidad y ligereza contemporánea que lucen los platos creativos cuando son buenos, a ver quién es el guapo que pone el cascabel al gato trazando la línea que separa la actualización de la desvirtuación y pérdida de sentido patrimonial.

Aún así, me atrevo a augurar que la dinámica hegeliana de las preferencias gastronómicas revitalizará la rusticidad culinaria por algunos signos que ya se vislumbran, como las nuevas tendencias de arte en las revistas del ramo y la popularidad de formatos televisivos en los que los chefs se valen de manipulaciones intencionadamente poco pulidas para componer platos que lucen bien apetitosos. Aunque es cierto que en nuestro país estos programas de cocina fácil, directa y despreocupada tipo Jamie Oliver en absoluto pueden competir en cuanto a share con los concursos para grandes, niños o famosos en los que las estrellas patrias de la creatividad culinaria ejercen su maestría técnica guiando a unos participantes que intentan reproducir sus recetas y emular su estilo.

La evidencia demuestra que cuando una práctica se socializa lo suficiente es abandonada automáticamente por los que buscan diferenciarse. De alguna manera, la moda del food porn, esas fotos de comidas excesivas e imperfectas que tanta salivación producen a los usuarios de Instagram, podría ser una muestra de la reacción ante el filigranismo, aunque en este caso también representa la antítesis transgresora de una obsesión saludable que nos lleva a vivir -y comer- culpabilizados. Lo cierto es que los gastrónomos, cuando viajan, se interesan por la fonda de pueblo, mientras los congresos de novedades culinarias tiran de tradiciones locales casi antropológicas como la pachamanca o el shish kebab y hasta los chefs más inquietos de los cinco continentes se apuntan a las excursiones etnográficas por sus territorios para redescubrir el tesoro de insumos olvidados y tecnologías ancestrales de las comunidades indígenas. La hiperproximidad de moda en algunos restaurantes top es asimismo una reacción, ya que la alta cocina siempre fue más deslocalizada que la popular, de ahí que la apellidaran cocina internacional. Aunque si algo caracteriza la contemporaneidad es que la globalización alimentaria se ha socializado definitivamente.

«Cocina popular: La que practica y come el pueblo. Cuando la historia se movía lentamente, la cocina popular y la tradicional se parecían más que ahora. Por cierto, el pueblo continúa comiendo, pero cada vez practica menos. Ahora es la restauración –también la colectiva- y la industria agroalimentaria quien cocina».

Está claro que los restaurantes creativos con personalidad continuarán siendo atractivos más allá de sus fronteras. Por suerte, algunos de los mejores están aquí. Disfrutémoslos. Ahora bien ¿además de nombres consagrados, tenemos suficiente oferta rústica de calidad? Si es así ¿la visibilizamos lo suficiente? Si no, ¿qué podemos hacer? Porque, como decíamos ayer…

«Cocina casera: La que se hace en las casas. Es la que está más pachucha. Y, si hacemos caso a la definición, el restaurante de comida casera resulta tan oxímoron como la lata de fabada artesana, pero también puede ser la única salvación para las cocinas tradicionales. Restaurantes museo de la tradición culinaria, centros de conservación de la diversidad gastronómica, lugares para visitar nuestra memoria del gusto».