Vino de la tierra al cielo

Cómo nos gusta a los catalanes mirar al cielo, pero es curioso cómo, a la vez, no dejamos nunca de tocar el suelo. Así nos vemos y así nos definimos: una mezcla de “seny” (juicio y cordura) y “rauxa” (locura e impulso). Un equilibrio que por muy contradictorio que parezca se materializa en nuestro arte, en nuestra tradición y, cómo no, en nuestra gastronomía. Somos fieles al terruño, donde cultivamos y veneramos variedades como las uvas macabeo, la xarel-lo, la garnacha, el moscatel, la parellada, la malvasía y la “ull de llebre” o tempranillo; pero nos gusta verter el jugo de la vid en un recipiente de cristal con forma daliniana que aupamos como los castellers, dejando atravesar los rayos de nuestro sol en su pantone rojizo y escanciamos desde las alturas a nuestra boca. Levantemos el porrón.

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Foto: Carmen Alcaraz del Blanco

Los orígenes de esta vasija transparente son confusos. El vocablo provendría de la palabra “porro” (puerro), por la forma de cebolla de su “broc” (pitón). El porrón de vidrio más antiguo data entre el s.XIV y del s.XV y fue encontrado en un depósito de agua del Monasterio de Poblet, abadía cisterciense catalogada como Patrimonio de la Humanidad. De la reliquia se cree que servía para contener y beber vino como hoy día, aunque también pudo ser utilizado como aceitera.

Además de regar bocas, el cuellilargo serviría durante siglos como medida para líquidos, algo importantísimo en épocas donde sólo te podías fiar del ojo y de la palabra del que tenías delante, así que a ciencia cierta ahorró muchos conflictos. También existe la teoría, defendida por el célebre etnólogo Joan Amades, de que pudiera haberse concebido como el paso evolucionado del cuerno europeo, solucionando así el problema de no poder apoyarlo sin consumir hasta la última gota.

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Foto: Carmen Alcaraz del Blanco

El porrón nunca fue muy popular en mesas de alto abolengo. “Beure de porró, no fa senyor” (beber de porrón, no hace señor) reza el refranero, pero hay que estilar mucha destreza y gracia para conseguir que todo el trago quede dentro de la boca y nuestra pechera no se vea convertida en un lienzo mironiano. Además, ahorra el uso de vasos, lo cual también juega con el tópico de la tacañería que nos persigue, pero a la vez certifica que en nuestras casas ninguna boca se queda sin beber y que la gastronomía siempre es mejor cuando se comparte.

Puede que en una ciudad como Barcelona no todo el mundo posea en sus armarios un porrón, pero nunca falta en aquellas barras taberneras donde ondea el desayuno de casquería y el vermut de encurtido; no sólo como contenedor de vino, también la cerveza entra como un bólido al gaznate. Incluso puede hacer las delicias de los más puristas de la enología, pues si no se quieren perder los matices organolépticos que el cristal fino otorga, se puede destinar como decantador improvisado donde se oxigene el vino antes de servirlo. Sea como fuere o bebiere, seguiremos celebrando la tierra mirando el cielo.

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Foto: Carmen Alcaraz del Blanco
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Foto: Carmen Alcaraz del Blanco

Este artículo forma parte de “Itineraries of Taste” de San Pellegrino, un proyecto que aboga por la difusión de la cultura gastronómica de ciudades internacionales a partir de la mirada y la voz de gastronómos locales. En la presente edición, es Carmen Alcaraz del Blanco la embajadora de los sabores de su ciudad, Barcelona. Sus doce textos se publican alternativamente en la web https://itinerariesoftaste.sanpellegrino.com/es/ y en 7caníbales.