Una gran historia de amor

La memoria del sabor

La temporada ha traído amanita cesárea a la carta del restaurante. En huevo, cuando aún no ha abierto, representa la elegancia suprema del bosque, o al menos me lo parece. Es profunda, plena de matices, seductoramente aromática. Engancha. Abre la cena de hoy, en tres preparaciones que asaltan la escala de sabores mientras cambian las texturas. Cálida y natural la del brioche, crujiente y limpia presentada en sándwich, untuosa y elegante la del caldo. Tres caminos y otras tantas formas de exponer y desarrollar un sabor.

 

Le han adjudicado una copa de Clos Sainte-Sophie, un champagne blanc de blancs de la cosecha de 2012. Es profundo y elegante, y lo que es mejor, encaja como un guante con la trilogía. Parece hecho a medida. Conforme comes y vas bebiendo, los aromas del vino y los tres platos se encuentran para ir cambiando, volviéndose cada vez más sugestivos y envolventes. Llenan la boca y abren la puerta a un mundo dominado a partes iguales por certezas y fantasías. Ya no son los tres platos o la amanita que ejerce de enlace compartido ni el vino. Han consentido unirse para crear un universo nuevo que baila con cada bocado y da un giro más con cada compañero de viaje. El encuentro les da una vida nueva, descaradamente más compleja, marcada por el descubrimiento; el uno hace crecer al otro y viceversa. Estoy viviendo una gran historia de amor.

 

La copa queda en la mesa y vuelvo a ella cinco aperitivos y cuatro entradas después, con un brioche de tomate que ocupa el lugar del pan. El vino se vuelve dócil y quebradizo. Emociona otra vez desde su nueva vida.

 

El segundo vino también es un champagne, con más años de espera y diferente naturaleza. Es un Blanc de Noirs Gran Cru de Egly-Ouriet, nacido de uva tinta, viña vieja seleccionada, con larga crianza sobre lías… desborda seriedad y exhibe una personalidad avasalladora. Lo emparejan con un ligerísimo sandwich de boletus edulis relleno de una suerte de parfait de foie-gras, que se antoja liviano y sutil. Personalidad contra ligereza. No importa. El champagne rompe el protocolo y se atreve a jugar hasta intimar con el foie-gras; ha perdido el rigor y le divierte la compañía.

 

Lo que sucede después tiene algo de mágico. La copa sigue conmigo, esperando un plato que cambia de lado en el espectro de sabores. Almeja con sorbete de vermú y pomelo rojo: mar, carácter cítrico y declinación de amargos. De golpe, el vino se transforma para exhibir su cara más iconoclasta, compadreando con las notas cítricas y amargas del pomelo y el vermut. El encuentro con el plato ha tenido un efecto taumatúrgico sobre un vino que muestra una naturaleza que mantenía oculta; revela perfiles, descubre aristas, cambia carácter por docilidad, seriedad por diversión…, como si el paso por el diván de un psicoanalista lo hubiera liberado de algún complejo.

 

El nombre del vino no importa tanto. Ha hecho amistad con estas preparaciones; no funciona con otras. Tampoco fue tocado por ninguna varita mágica. Lo único que pasó es que encontró buenos compañeros de viaje, tal vez la compañía ideal. Volverá a conseguir pareja más allá de este marco, pero necesitará ayuda. Mantengo la copa en la mesa durante el resto de la comida y lo voy empujando hacia otros platos. No hace saltar más alarmas. Unas veces se come el plato, ocultando su naturaleza, otras es él quien se rinde y desparece, las más vive en la indiferencia. Sigue habiendo mucha magia en ese champagne, seguro, pero necesita explorar otros terrenos, o que le dejen dominar sin condiciones el paisaje de la mesa.

 

El universo gastronómico ha coincidido en llamarlo maridaje, aunque podrían ser armonías, encuentros… Seguro que en poco le encuentran un palabro en inglés. Es difícil que una sola palabra exprese todo lo que encierra una historia que habla de muchas cosas, pero sobre todo del enamoramiento que puede llegar a concretarse entre el contenido de un plato y el de una copa de vino. Tampoco parece fácil que el mercado coincida en el relato. La mayoría habla de vencedores y vencidos, de platos creados para dejar expresarse al vino, o de vinos capaces de bajar la cabeza e inclinarse ante la comida a la que acompaña. Otros lo entendemos como el origen de la mayor historia de amor que se puede concretar en la mesa. Por separado, el plato y el vino son o pueden ser fuentes de emociones que justifican el acto culinario. Juntos, llegan a convertir la mesa en un descacharrante parque de atracciones.

 

Lo normal es que no sean platos creados pensando en el vino, sino vinos elegidos para acompañar un plato. Por eso es tan difícil lograrlo. También porque hacen falta bodegas que raramente se encuentran en el negocio hostelero de nuestro tiempo, además de un profundo conocimiento del estado de cada vino y el cambio de carácter que impone el paso de los años a cada botella. La ecuación se conjuga a partir de dos variables básicas: mucho vino y todavía más conocimiento.

 

El menú de hoy también exhibe platos concebidos para mayor gloria del vino. La ostra es uno de ellos. Melón, apio, pepino, manzana y una perla de ajo negro. Notas ácidas y frutales en diferentes matices que se enganchan al increíble perfil del Muscadet Sèvre-et-Maine Sur Lies (Jo Landron Le Fief du Breil) para multiplicar su vida y encumbrarlo más allá de lo que mostraba en el primer sorbo. El otro es triple, se llama Tres pizarras de Pünderich, y es la evolución de un plato con el que el trabajan desde unos tres años. Son tres piezas simulando tres suelos de pizarra diferentes -roja, azul y gris- que llegan con tres vinos del Mosela elaborados por Clemenbusch, nacidos de cada uno de los tres tipos de suelo.

 

Son platos preparados para hacer crecer al vino, que gana en matices, se desarrolla, gira y se nutre del encuentro para llegar tan lejos como quieras dejarlo ir. Solo hay que seguir comiendo y darle tiempo. El plato de pizarra roja (remolacha) cambió de golpe la naturaleza de su vino para llevarlo a otro nivel y sacar de él recuerdos de rosas que antes no había encontrado. Las pizarras grises adquieren una seductora complejidad con un jugo de carne como hilo conductor.

 

En la secuencia del pimiento de Gerona hay un helado de pimiento envuelto por dos minúsculas hojas de la planta, fritas en una tempura muy liviana, que establece una relación tan tierna con el ¿Vamos?, ¿Vamos?, ¡Vamos! (la secuela del ¿Vamos?, ¡Vamos!, esta vez a cargo de Escola, Mendall y Puzelat) que acaba enamorando. Las historias de amor y las infidelidades se acumulan en esta historia.

 

El menú es largo y sigo en manos de Audrey Doré, una sumiller que te ayuda a gozar en cuanto se acerca a la mesa. Ahora trae un riesling que es puro humo y piedra, emparejado con una sopa de higuera. Hoja de higuera, higo, sandía… domesticando el humo para sacar a flote todo lo que había debajo y apenas se anunciaba. Más humo. El de una berenjena asada (miso y caldo de cebolla rematando el plato) ejerciendo un efecto taumatúrgico sobre un Priorato de 2015, el año del incendio (Mas Martinet Els Escunçons), que equilibra el halo ahumado que lo rodeaba con el de la berenjena asada; uno y otro se unen hasta hacerse desparecer.

 

Y así podría seguir. Por la emocionante relación del jugo de la cabeza de un pulpito con un Arbois Pupillin, la del calamar de potera con un extraordinario chardonnay borgoñés, largo, delicado y envolvente, o viendo crecer desbocado otro borgoña, el Château de Berzé de La Maison Romane, al encontrarse con un plato complejo que enlaza cigala y sobrasada. Y cuando todo parece haber terminado entre ellos, verlo apaciguarse para reaparecer sereno y tranquilo.

 

Conocí a Pitu Roca hace más de veinticinco años en este mismo comedor, cuando faltaban años para que fuera el Celler de Can Roca. Entonces era un salón de bodas y lo alquilábamos para hablar de vino con pequeños grupos de profesionales. Empezaba a interesarme entonces en el sugestivo universo de lo maridajes y sigo volviendo, cada vez que puedo, para recordar, ente otras cosas, que ese camino sigue muy vivo en esta casa.

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