San Sebastián 57, virtuoso equilibrio en Tenerife

Alberto Margallo dibuja en su San Sebastián 57 (Santa Cruz de Tenerife) un gustoso mapa de ponderación, solidez, control técnico, precisas sutilezas y fina evolución, que desemboca en un equilibrado caleidoscopio sensorial

Xavier Agulló

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La regularidad en las composiciones es condición sine qua non para un restaurante de alta cocina de éxito perdurable. Es ley para Alberto Margallo, santanderino-canario que no deja de mantenerse en el pódium de la cocina de Tenerife (en Santa Cruz) y de la canaria en general. Regularidad, mucho respeto al producto (prácticamente todo del vecino mercado de África), que siempre se erige como protagonista indiscutible del plato, prudencia en las armonías, los contrastes y los peaks, mesura en los ingredientes invitados y, last but not least, un control infalible de las técnicas culinarias. Todo ello, junto, dibuja un panorama de virtuoso equilibrio, alto confort y solidez en el que no caben chirridos ni asombros banales. Es San Sebastian 57 ese restaurante que nunca falla en sus propuestas pero que, no obstante, evoluciona constantemente al vaivén de las temporadas y la creatividad plausible de Margallo.

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Taco de lubina con mahonesa de pil pil. Foto: X. Agulló.

Alberto es un chef muy serio que jamás defrauda, y ya hace unos cuantos años que lo vengo disfrutando. Con una puntillosa imaginación coquinaria, que viaja incruentamente entre Cantabria y Canarias, su estilo flirtea con lo mejor de lo neoclásico, aunque asomándose sin vértigo hacia provincias culinarias más ecuménicas, más alborozadoras. Sí, en las elaboraciones de Margallo está el empaque y, luego, de forma sutil, muy estudiada, sin forzar, esas caricias que hacen de la experiencia, por fin, un refinado y ameno caleidoscopio sensorial. Formas, fondo y acabados impecables que exigen no sólo lo obvio, sino también dejarse llevar por los pequeños detalles, por las cosquillas que se agazapan en el interior.

 

Finura hasta en los snacks: pastel de cherne con sriracha y cappuccino de calabacín y espuma de papa negra. Una prueba del nueve: la ensaladilla de la casa, elaborada con papa negra y cangrejo real, espuma de suave alioli y aire de zanahoria. Un perfecto ejemplo de las deliciosas maneras de Alberto.

 

La ostra es Sorlut, con un preciso escabeche de zanahoria y salicornia, otra muestra de la búsqueda obsesiva de los equilibrios, de la no belicosidad. El perfecto tartare de camarón rojo con huevo de codorniz a baja temperatura y pinceladas de gazpacho de higo tuno invita al baile palatal, cromático jolgorio.

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Ostra en escabeche de zanahoria. Foto: X. Agulló.

Sofisticación sin ampulosidad: taco de lubina cubierto de mahonesa de pil pil y polvo de códium y rematado con caviar. Un exquisito bombón marino de los de gimme two.

 

La vieira con leche de coco, de recuerdos exóticos, se transforma aquí gracias a la textura del coco, presentada en bechamel e infusionada en citronela. Un plato exacto en sensaciones que jamás oculta al bivalvo. Esta precisión en las alianzas…

 

El cochino negro autóctono (de golosa cocción), juega al tonnato, aunque en esta ocasión la excesiva cautela de Alberto con el atún y el corte grueso del cerdo desmerecen el resultado final y la fuerza de esta famosa receta piamontesa.  El tataki de pámpano con vinagreta de hinojo y mejillón, en base de tirabeques, correctísimo.

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Rabo de vaca canaria. Foto: X. Agulló.

La última llamada, el rabo de vaca canaria, extremadamente meloso, casi fundente, se erige sobre un patacón de papa negra, se topea con cantarelas de La Esperanza y se acompaña de sendos purés de apionabo y batata, epifanía final.

 

Y, una vez más, la sensación de felicidad…

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