Israel, el maitre, la muestra con orgullo. Una gran caja de madera abierta que contiene una docena de piezas terrosas y blancas que exhalan aromas embriagadores e hipnotizantes. Las han recibido esa misma mañana y son de la máxima calidad, en esta casa sólo compran las mejores. Prefieren quedarse sin ellas antes que utilizar unas que no den la talla. Esas piezas que tengo delante son un verdadero tesoro. Por esos aromas y, sobre todo, por su precio. No me extraña que la caja tenga llave. Se trata de trufas blancas, el oro blanco del Piamonte italiano. Estamos en Saddle, que considero uno de los tres mejores restaurantes de Madrid en estos momentos. La elegante cocina burguesa de Pablo Laya, la impecable sala dirigida por Israel Ramírez, una bodega de lujo que se completa con una notable coctelería, los carros de pan y mantequilla, de quesos o de destilados… Todo hace de esta casa un imprescindible en la capital. Y ahora en otoño es uno de los mejores sitios (junto a italianos como Boccondivino, Don Giovanni o Casa Marco) para disfrutar de la trufa blanca. Por ejemplo sobre unos papardelle o en finas láminas encima de unos raviolos de setas. Eso sí, hay que pagarla. Estos días la ofrecen a 22 euros el gramo. Cierto es que cunde mucho y con cuatro o cinco gramos es suficiente.
La de Saddle es trufa blanca de Alba, tuber magnatum, la mejor. Hay otras que llegan de Croacia y otros países, pero de inferior calidad. En los montes boscosos que rodean a esa ciudad italiana se encuentran, entre octubre y finales de enero, las mejores piezas de estos peculiares y codiciados hongos blancos que aparecen en las raíces de árboles como el roble, el avellano o el álamo. Allí las buscan, desde tiempos de los romanos, los “trifulau”, quienes provistos de una pequeña pala y un perro las rastrean por las laderas arboladas del Piamonte. La trufa blanca no aporta apenas sabor, pero sí potencia aromática, con esos toques casi de gas metano. La mejor combinación se logra laminándolas sobre un plato de pasta, un risotto o, simplemente, unos huevos fritos. El colmo del refinamiento lo ofreció Ferran Adriá en una de las temporadas en El Bulli: el maitre rallaba generosamente trufa blanca en una copa de vino vacía. La propuesta era sencilla. Si lo más valioso son los aromas, disfrutemos de ellos concentrados en esa copa.