La lengua llega sin anuncio. Suave, casi obscena en su textura, con un golpe de acidez que despierta antes de que el cerebro procese lo que está pasando. No es el taco de lengua que esperas en una taquería de barrio. Tampoco es la deconstrucción pretenciosa que te venden en restaurantes que confunden técnica con espectáculo. Es otra cosa: memoria transformada en precisión, arraigo ejecutado con limpieza quirúrgica.
Alexis Ayala la defiende como si le fuera la vida en ello: «Es mi taco favorito. La mejor lengua que vas a probar.» Y no miente, me encuentro quizás frente a una de las mejores lenguas que he probado en 42 años de existencia.

Estamos en Pargot, su restaurante en la Roma Norte de la Ciudad de México, un espacio que nació como marisquería minúscula y terminó siendo otra cosa. Alexis habla rápido, se ríe de sus propias contradicciones, cambia de tema como quien salta entre sartenes. No posa. No actúa. Cocina y conversa con la misma honestidad brutal: sin filtro, sin pose, sin manual de marca personal.
Un chef sin pedigree
Alexis Ayala no nació entre fogones de abolengo ni en el confort de las cocinas de élite. Su historia empieza en Torreón, en una zona donde el viento arrastra arena y la comida se vive más desde la mesa familiar que desde el discurso profesional. No había apellido gastronómico que lo respaldara. El camino lo tuvo que inventar.
Estudió gastronomía en México. Pasó por Amaranta con Pablo Salas; después por Pujol, donde el rigor se vuelve forma de vida; más tarde por banqueteras que le enseñaron que la técnica no siempre se luce, pero siempre sostiene y finalmente aterrizó en Disfrutar (Barcelona), donde la precisión milimétrica es protocolo obligatorio.
Y ahí, entre espumas y alto voltaje creativo, le pasó lo más inesperado: extrañó México. No de manera romántica. Le faltó la comida. «La comida fue lo que más me pudo», dice sin dramatismo. Esa añoranza literal, gustativa, lo regresó a un país que, sin saberlo, lo estaba esperando.
Pandemia, quiebre y una taquería que funcionó
Regresó a México una semana antes del encierro. Sin dinero, sin trabajo estable, con el mundo suspendido. «No traía ni un peso. Yo seguía siendo cocinero.»

Empezó a hacer cenas privadas hasta juntar algo de capital. Lo apostó todo. Sin metáfora: lo apostó todo, incluso la herencia familiar. El resultado fue Los Alexis, una taquería directa, sin pretensiones, nacida en semáforo naranja entre cubrebocas dudosos y calles semi vacías.
Pasó lo improbable: se volvió una locura. No una moda; una locura operativa, social, gustativa. La Roma necesitaba un lugar así, aunque no lo supiera. Y cuando llegó el Bib Gourmand para Los Alexis, la validación fue doble: la calle también es método, el humo también es técnica, un taco bien hecho también es cocina seria.
Pargot: el proyecto que se traicionó a sí mismo
Un año después abrió Pargot. Y aquí empieza la verdadera historia.
Pargot iba a ser una marisquería pequeña. Una barra breve, de antojo marino, influenciada por las marisquerías norteñas y por la frescura española. Pero Alexis no es hombre de contención. A los dos meses su cuerpo le pidió cocinar otras cosas. La cocina mexicana volvió a empujar.
«Me empezó la necesidad de meter otra cosa, la necesidad de ser cocinero», admite.
La carta cambió. La intención se desvió. Y lo que nació como proyecto marítimo se volvió un restaurante que usa el mar para hablar de México, no al revés.
Ese giro involuntario creó el tono de Pargot: platos que se reconocen mexicanos sin forzar narrativa, técnica sólida que no presume, ejecuciones limpias donde nada es adorno, humor norteño en la explicación pero rigor absoluto en el fuego.
Los platos que cuentan quién es
El aguachile es territorio personal. Alexis lo tiene en la carta y lo defiende sin concesiones. No es experimento ni reinterpretación. Es ejecución limpia de un clásico que no necesita pirotecnia: acidez controlada, producto fresco que habla solo, técnica que no estorba.
La lengua sigue siendo su declaración más personal. No es guiso de abuela ni experimento conceptual. Es técnica pura aplicada a un corte que pocos saben ejecutar sin caer en lo chicloso o lo insípido. Alexis lo logra con precisión silenciosa. Cada bocado es memoria y presente al mismo tiempo.
Pero si hay un plato que encierra su biografía completa, es el kebbe crudo de pescado mexicano. Herencia libanesa-norteña que ha llevado desde Chiapas hasta Madrid. «Es mi plato insignia. Lo he cocinado en todos lados.» No es fusión; es linaje. No es experimento; es identidad en crudo.

Y luego está ese Vuelve a la vida que no es Vuelve a la vida. Almejas trabajadas en capas, juego de temperaturas, elementos que no deberías encontrar juntos pero que funcionan. «Me gusta jugar en la línea del poder y no poder», dice. Y ese riesgo calculado define toda su cocina.
El Bib Gourmand que no lo cambió
La historia del Bib Gourmand tiene la estructura de las sorpresas silenciosas: no lo buscó como trofeo, pero lo soñó desde siempre.
«Siempre ha sido mi sueño Michelin. Para mí es un honor estar ahí.»
Los cambios llegaron —más comensales, más reservas, más expectativa—, pero Alexis insiste en que la verdadera prueba es la consistencia. Hace poco se mudaron de local. Y repite a su equipo: «La chamba de aquí se va a reflejar el próximo año.» Nada de complacencia. Nada de vender la foto.
Mientras otros diseñan discursos sobre identidad y territorio, él ofrece una frase más honesta: «A mí me gusta comer rico. Aquí vas a comer sabroso, siempre.»
La contradicción como método
En un país donde la figura del chef suele tensarse entre solemnidad y ego, Alexis descoloca porque no calza en el molde.
Es disciplinado hasta la obsesión, pero habla como si estuviera en una cantina. Cambia la carta constantemente, pero no para presumir, sino porque se aburre. Arriesga con platos complejos pero se ríe cuando le preguntas cómo los venden. Quita el risotto que los clientes aman porque ya no lo representa, aunque lo crucifiquen.
Y confiesa sin drama que empezó lavando baños, que limpió vomitadas, que su proceso fue rudo y largo y que «los diamantes se forjan a putazos».
Esa falta de pose es, paradójicamente, su acto más serio. Porque la cocina mexicana contemporánea está llena de discursos sobre humildad; Alexis la ejecuta sin decirla.
El territorio del riesgo
Cuando le pregunto qué lo diferencia de las propuestas que lo rodean, responde sin rodeos: «Soy muy atrevido. Juego en la línea del poder y no poder.»
No es ego. Es descripción técnica. El riesgo es su método: 120 platos en menos de cuatro años, un menú que nunca está quieto, un pulso creativo que avanza como quien camina sobre un cable tenso pero confiado.

No reinventa México —dice que eso es imposible— pero lo vuelve suyo: un taco de lengua impecable, un aguachile sin concesiones, un kebbe que es pasaporte emocional, un marisco que se vuelve territorio.
Su cocina no es conceptual; es inquieta.
La herencia que lo acompaña
Hay una línea emocional que cruza toda su narrativa y que pocos cocineros mencionan sin pudor: la memoria familiar. Cuando le pregunto a qué sabe la tristeza, no duda: «La machaca con huevo. Me recuerda a mi mamá.»
No la cocina. No puede. Pero ahí está su verdadera raíz: la ternura norteña, el arraigo libanés, la nostalgia que no busca aplauso.
Es también el origen del kebbe que lleva por el mundo. Es su pase de abordar emocional. Su constante.
El chef que avanza sin ruido
Alexis Ayala no está construyendo legado. Está construyendo camino. Y eso, en México, ya es suficiente revolución.
Su ascenso no fue meteórico, fue improbable. Su éxito no fue anunciado, fue construido. Y su cocina mexicana no intenta representar a México. Simplemente lo cocina.
Mientras termina nuestra plática llega otro plato. La exactitud del producto, la sorpresa controlada, el golpe suave que despierta sin agredir.
Ahí está la contradicción que sostiene a Pargot: técnica de élite ejecutada con espíritu callejero.
Alexis bromea, se ríe, provoca. Pero cada plato revela algo más serio que cualquier discurso: una cocina que no necesita solemnidad para tener profundidad.
Quizá por eso su historia funciona. Porque en una industria obsesionada con la imagen, Alexis Ayala eligió el camino contrario: hacer antes que decir.
Esa es su revolución silenciosa. Y sí, es más profunda de lo que él mismo se toma en serio.
