La chicha que nos une

Ignacio Medina

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En casa de Mónica Huerta preparan la chicha cada día, bien de mañana. Trabajan a partir del guiñapo, resultado de germinar, secar y moler una variedad de maíz negro que apenas se cultiva en algunas comarcas de Arequipa. Viendo como la hacen, no parece demasiado complicado, aunque sí algo laborioso. Hierven el guiñapo mezclado con agua en la paila, lo filtran con unas telas de yute y lo dejan enfriar antes de añadir un poco de chicha vieja para impulsar el proceso de fermentación. La mezcla queda en reposo en una tina de barro, llamada chomba, coloreada por el tiempo y el uso con los tonos violáceos de la propia chicha. Conforme avanzan las horas, una densa capa de nata violácea se va formando en la boca de la tina. Si las temperaturas acompañan, estará lista al día siguiente, cuando los primeros clientes se sienten a la mesa. Si refresca, el proceso se alarga un día más. Su preparación es parte de la rutina de La nueva palomino y las otras picanterías de Arequipa. Sin ella no se abren las puertas. Aquí se acude a beber y después se come.

Es una chicha fresca, joven, dulce y sedosa, muestra un punto muy tenue de carbónico que da una cierta viveza al trago y el contenido de alcohol es bajo. Los arequipeños acuden a las picanterías para beberla en dosis nada despreciables. Lo demuestra el tamaño de los vasos, de cristal grueso, medio opaco, que se manejan en los locales tradicionales. El caporal, con un litro y medio de capacidad, es el más grande, pero casi ha desparecido. En las picanterías de toda la vida –hay más de cuarenta registradas en la región- se guardan algunos entre algodones, como reliquias el pasado. El siguiente es el cogollo y está en condiciones de recibir un litro de chicha. El más chico, el ‘doctorsito’, se queda en medio litro.

En Arequipa le llaman chicha de guiñapo (también le dicen huiñapo) y solo es uno de los miembros menores de una saga que extiende sus dominios por la práctica totalidad de Latinoamérica. El primer lugar corresponde a la que en Perú llaman chicha de jora y en Bolivia ‘la chicha’, habitual en esta zona de la cordillera andina. La chicha de guiñapo reduce su presencia a la región de Arequipa, en el sur del Perú. Nunca deja de extrañarme, porque es la que mas me gusta entre todas las chichas que he probado, pero su producción está ligada a la del maíz negro, una variedad cada día más escasa, y a la preparación del guiñapo. Las chichas norteñas son diferentes. Nacen de otro tipo de grano, el maíz de jora, y sufren fermentaciones más largas que acaban dejando una característica huella ácida y agreste en el vaso. No es una bebida fácil para los no iniciados.

La chicha es el trago común en buena parte del continente americano; sobre todo en las zonas que formaron parte del imperio inca. Se prepara con normalidad y algunas particularidades locales en las regiones del norte de Argentina,  la consumen los mapuches en Chile, donde se llama ‘muday’, y también en Ecuador, Bolivia, Costa Rica, El Salvador o Nicaragua. Bogotá celebra cada año el ‘Festival de la chicha, la vida y la dicha’. En otros lugares llaman chicha a bebidas fermentadas preparadas a base de frutas o de caña de azúcar, como ocurre en Chiapas (México).

De vuelta a la rutina de La nueva palomino, veo que a lo largo del proceso van apartando y guardando por separado diferentes cantidades de líquido. Mónica Huertas aprovecha para explicarme que hay tres tipos de chichas y que se apartan para emplearlas en la cocina. La chicha verde es la chicha recién colada, es chicha madura cuando acaba de fermentar y chicha fuerte si se madura durante más tiempo. Unas se utilizan para adobar carnes, otras acaban condimentando guisos y una de ellas, la chicha a medio madurar, se convierte en ‘chichagre’, el sutil y estimulante vinagre que ilustra los ‘jayaris’, platos fríos como el escribano o las zarzas de lapas, manitas de cerdo o criadillas, que ilustran, junto a la jarra de chicha fresca, el comienzo de las comidas.