Es frecuente encontrar el término reinventar en redes sociales como promoción de un restaurante, libro, producto o cocinero. Sin considerar la pedantería implícita, lo que sorprende es lo fácil que suena someter algo a reinvención: sin rigor, con meras intenciones comerciales, sin reflexión previa y con una desfachatez que ofende por el uso de terminología seudo científica para embellecer aquello que a todas luces se percibe como falaz, como un ardid publicitario.
Bajo el amparo de la divinidad creativa de esos ilustres reinventores, todo está sujeto a ser manipulado, transformado y devuelto como un nuevo código que, sin ser esperado ni solicitado por nadie, pretende encabezar las necesidades maslowianas contemporáneas. Terminada su labor alquímica, se moverán a otro concepto para trastocarlo y regalarnos los frutos de sus capacidades metafísicas en forma de nuevos engaños cubiertos de parafernalia mediática. Al paso que vamos, no quedará nada del pasado conocido del que muchos nos sujetamos para reflexionar, porque todo estará reinventado o tocado por esas mentes brillantes y esas manos mágicas llenas de virtud. Tendríamos que hacer algo para detener o al menos ralentizar su genialidad, porque nos dejarán sin nada que pensar, analizar o mejorar.
Tal vez yo exagero en cuidar mis intenciones, argumentos y deseos para renovar un concepto, y me reduzco a movimientos cautos que cuiden el natural proceso de la evolución gastronómica para honrar a quienes me preceden y facilitar el acceso al conocimiento a quienes me sucederán. Con base en la laxitud actual del concepto soy un cobarde y miedoso, pero es que reinventar la cocina mexicana, los platos ancestrales, los uniformes para cocineros, las tradiciones y hasta la identidades locales o nacionales, me suena más a megalomanía arrogante que a un proceder profesional disciplinario. Son mis aspiraciones científicas no siempre coincidentes con las necesidades capitalistas de las que soy cómplice. Tal vez, el punto de inflexión en esa reinvención del espectro gastronómico está en el uso ético del término, en disminuir el todo vale como recurso intelectual y sustituir la idea de que reinventar algo es posible a pesar de Lomonósov y Lavoisier.
Reinventar debiera ser una provocación y no una afirmación, una tarea sin conclusión o una definición absoluta. Debiera ser la continuidad de un camino que otros abrieron, y que quienes lo emprenden en el presente operante lo usen como su instrumento de trascendencia, no desde la egolatría del ser creativo, sino desde la consciencia del ser formativo, que se comprende como un eslabón en una larga cadena histórica de la que solo es parte y no fundamento. Arrogancia reinventora versus humildad creativa. Reinventar con la simpleza intelectual y espiritual que abunda en el gremio es tan impositivo como falaz. Vacío de sentido humano, de honestidad y verdad. Si decir que se inventa algo suena a atrevimiento existencial, reinventar entonces es despropósito universal. Aún nos queda mucho por aprender.