Todo reservado

Dejo comanda
Llamo para reservar mesa al día siguiente. “Imposible –me contestan– estamos completos”. ¿Pasado mañana? ¿Y la semana que viene? Nada. Me dan cita para dentro de casi un mes. La acepto con una mezcla de resignación y la emoción de haber conseguido un bien tan escaso. La anécdota no ocurrió en el último bistrot de moda o en un restaurante de campanillas, sino en una casa de comidas a las afueras de la ciudad, famosa por su menestra y su cordero asado. La clientela es tan sólida –y tan reincidente– que hacerse con una mesa requiere paciencia, fidelidad y, a veces, algún contacto.
Algo parecido ocurre en una fonda diminuta, cerca del Casco Viejo, cuya media docena de mesas está siempre de bote en bote. Los dueños –que llevan media vida meciendo las mismas cazuelas de barro– amenazan con jubilarse y eso ha sembrado cierta agitación entre sus clientes habituales. Desde entonces cada servicio tiene aroma de despedida y parece haberse instalado en el libro de reservas ese ‘efecto Zuberoa’ que llena el comedor de futuros nostálgicos.
En la otra cara de la moneda, en algunos restaurantes de alta cocina basta una llamada de última hora para conseguir mesa ese mismo día o, a lo sumo, la noche siguiente. Hace poco reservé en un establecimiento estrellado con apenas quince minutos de antelación. Creí que había tenido suerte, pero pronto entendí que no se trataba de una cancelación: me acomodaron en una sala semivacía, el camarero rellenaba la copa después de cada sorbo –como intentando justificar su presencia– y acabé sintiéndome como un turista extranjero, sentado a cenar a la hora de la siesta.
Mientras en casas modestas se doblan turnos, se apilan las comandas y los camareros aprietan el paso, en mesas de fama internacional el mâitre aguarda de brazos cruzados a que aterrice en el aeropuerto el siguiente cliente. No siempre las referencias más deseadas son las mismas que aparecen en las guías, lucen estrellas en la fachada o se cuelan en los ránkings. Son pocos los que pueden presumir de una lista de espera tan sólida como su reputación. La crítica puntúa y ordena, pero es el público soberano el que cuelga el cartel de completo.

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