Me crie en una pequeña calle de pueblo donde había cuatro bares que flanqueaban los puntos cardinales de la misma. Cada uno recogía un perfil de vecinos, el que entraban más los hombres solos, otros más familiares y uno al que nadie entraba nunca. Pero la mayoría de los bares de mi niñez eran lugares de encuentro de las familias de la decena de edificios de pisos de aquella marginal calle.
Allí no se hacía nada especial, ni eventos, ni conciertos, solo salían y entraban paisanos con ganas de estar con gente, de conversar, de comentar lo que habían dicho en la tele o del último penalti que no habían pitado al equipo de veneración nacional. Ya lo decía Gabinete Caligari: “Bares, qué lugares tan gratos para conversar, no hay nada mejor que el amor en un bar”.
Su interior no necesitaba un decorador de prestigio, ni cojines, ni sofás mega cómodos y las mesas era de madera tosca como las sillas. En las paredes algún póster, la virgen del Rocío, alguna banderola del equipo de futbol, así como el décimo de navidad y el resultado de la quiniela en una pizarra.
Barras y tapas de conga
La barra era terreno fronterizo, con su propia jurisdicción, sobre la que había unos dispensadores de servilletas, que en realidad eran unos papeles que no secaban prácticamente y de los que se debía hacer una bola con rapidez y dejarlos caer al propio suelo de la barra; si una barra tenía el suelo copiosamente sembrado de bolas de servilletas significaba que ahí había buenas tapas.
Lo habitual era ver aquel pequeño aparador de cristal donde convivían los boquerones en vinagre, la tortilla gruesa de patata del día (que hoy muchos considerarían un ladrillo), salpicón de pulpo y encurtidos junto a la ensaladilla; parecía que todas aquellas elaboraciones se conocieran de hace tiempo. Esto siempre me recuerda al monólogo de Pepe Rubianes sobre la fiesta a ritmo de conga que montaban las tapas al echarse la persiana del bar.

Detrás de la barra solían estar una o dos familias con todas sus generaciones ayudando en algún momento del día: los padres en la barra atendiendo a turnos, la abuela echando una mano en la cocina, los jóvenes ayudando a cargar las neveras o sirviendo alguna mesa y los más niños en una mesa haciendo los deberes. El horario estaba marcado por lo que la familia pudiera cubrir, porque la vida se hacía en los bares.
Un día en el bar
Por la mañana, para los madrugadores que buscaban cargar las pilas carajillos o trifásicos antes de empezar el trabajo; a la mañana, tras dejar a los peques al cole, era el turno de los cafés con leche y cruasanes, junto con algunos trabajadores que venían a por el bocadillo de media barra y una cerveza, que se mezclaban con jubilados que se tomaban su café.
A medio día ¡alegría! Podía uno encontrar a los que hacían un aperitivo con unas almendras saladas o unas aceitunas y que no se arriesgaban con las conocidas tapas. Con los que se apuntaban ya a un plato combinado o al menú del día. Tardes de cafés, copa y faria, partidas de cartas y dominó de los que ya tenían una edad. A media tarde turno de reencuentro de los que venían de trabajar o de otro lugar junto a un quinto acompañado a veces por unas patatas chips de bolsa a mucho estirar.
Entre semana las cenas se hacían en casa, aunque siempre había algún solitario que cenaba un combinado o un bocadillo, junto con el que apuraba para no llegar pronto a casa y algunos jóvenes que también alargaban la tarde. El griterío, las risas y alguno con algo más que el puntillo era lo habitual.
Eso si no había fútbol porque entonces el ambiente era de apoteosis (pero antes era excepcional, solo en ocasiones raras se retransmitían muchos partidos entre semana) y la gente prefería ir al bar a animar y seguir el partido, porque el poder insultar u ovacionar a tu equipo entre vecinos era un placer que se explicaría hoy en día desde un punto de vista sociológico como un acto de cohesión y de identidad de grupo tan necesario para nuestra especie.
El bar era nuestra segunda opción cuando la vecina no tenía un huevo, un poco de harina o azúcar. Ahora que pienso, muchas veces se iba a pedir a la vecina algo: ¿por qué nos faltaban en ocasiones ingredientes para hacer la cena? Quizás por eso ahora hay tiendas las 24 horas o existe la compra por Glovo o otro tipo de plataforma que nos sirve en poco tiempo el tetrabrik de licuado de soja especial barista.
Sucedáneos
Ya no vivo en el pueblo, ahora resido en una gran urbe, donde prácticamente no existe el perfil de bares sobre los que estoy escribiendo; los pocos que hay como el Bar Manolo de debajo de mi calle, lo regentan Xen y su mujer, que hacen una tortilla de patatas estilo “ladrillo” un poco rara, pero también unos fideos salteados si te apetece. Los vecinos no son muy asiduos. De hecho, los vecinos de mi comunidad casi no nos conocemos, no socializamos, no tenemos un bar donde reunirnos y conversar.

Parece que el bar se ha segmentado en diversos negocios, conglomerados por cadenas, Hay lugares donde se desayuna y que no son específicamente una cafetería o sí, espacios con una decoración muy confortable, con sillones donde uno se toma un café con una nube de leche o le hacen un dibujito en la crema, disponen de un surtido de pastas de todo tipo acabadas de hornear, en algunos casos con la parte inferior cruda, y unas mini flautas (desterrando ese bocadillo de media barra de tortilla francesa recién hecha) con mucha lechuga, mayonesa y diversas combinaciones de ingredientes.
También existen locales que se especializan en ofrecer cereales de todo tipo con leches y licuados a elegir. No podemos olvidarnos en esta franja los locales yankees que venden litros de café en vasos de cartón reciclable con tapa, jugos de tres o cuatro combinaciones de frutas y hortalizas, pasteles de zanahoria y cookies a precios foráneos y que tanto están de moda.

Ya no hay encuentro de mediodía, las prisas y el heredado lunch, hace que muchas personas coman por la calle un bocadillo o de un táper en la oficina frente al ordenador y que se haya disminuido esa sana relación humana en pro de la eficiencia y la productividad. El bar se ha sustituido locales que ofrecen tapas y platillos o aquellos que se han especializado en la franja del vermú. Lugares con encanto que intentan evocar las bodegas de antaño, con los mismos barriles reproducidos a escala.
Por supuesto que encontramos restaurantes que ofrecen platos combinados o el menú del día, un espacio delimitado para poder realizar una comida decente, pero no para compartir una conversación con un vecino.
No me quiero mostrar nostálgico, pero seguro ese bar del que hablaba era un espacio más importante de lo que aparentemente parecía, tenía la función sumatoria que hoy desarrollan Facebook, Twitter y Tinder juntos. Creo que merecería un estudio en profundidad, ¿qué supuso la desaparición del bar como lugar interrelación social con la llegada de la era digital?
España era el lugar por antonomasia de los bares, pero en la actualidad ya no es así; de hecho 1.435 pueblos españoles no tienen bar, esto quizás parezca banal, pero para un pequeño pueblo el bar puede significar el centro neurálgico de sus vecinos.
¿Bares y pantallas son un antagonismo? ¿Se ha acabado la era del bar?