Dario Cecchini (Antica Macelleria Cecchini) acudió al congreso internacional de turismo gastronómico rural DiscoverEat vestido con un chaleco toscano de los colores de la bandera de Italia, pantalón bombacho rojo y su espléndido bigote gris. Podría parecer un personaje circense de no ser por la desarmante dignidad con la que lleva su atavío. “Un vecino me dijo: tienes que ir siempre impecable, porque representas a nuestro pueblo”, explica.
Octava generación de carniceros de Panzano in Chianti, población de 1.185 almas fuera del circuito turístico de la Toscana, Dario iba a ser el primer universitario de la familia, pero una tragedia lo devolvió al pueblo y al oficio de sus mayores. “Quería ser veterinario y me tocó vender carne”, resume. Le pareció que el máximo respeto que podía ofrecer a los animales era aprovecharlos del morro a la cola, y para convencer al público de comerlo todo, montó un restaurante en su carnicería: una sola mesa donde se sirven todas las partes de la vaca.
Sus banquetes alcanzaron tanta fama que Panzano in Chianti se convirtió en lugar de peregrinación gastronómica, y Cecchini, en protagonista de un capítulo de la serie Chef’s Table de Netflix. Él, sin embargo, no tiene ínfulas de chef. Se define como un artesano con dos empeños: superar la cultura del filete e inspirar a los jóvenes para que entiendan que desde un pueblecito remoto se puede conquistar, persona a persona, el mundo entero.
Dario Cecchini hizo su ponencia en los molinos de viento de Alcázar de San Juan, un escenario perfecto para un hombre cuyos ideales, igual que los de Don Quijote, se resumen en dejar el mundo algo mejor que lo encontró.

¿Cómo reacciona la gente cuando le da de comer las partes más humildes de la vaca?
“Yo no doy muchas explicaciones. Digo: Estáis en la mesa del carnicero. Lo importante aquí es la mesa en sí misma. Participáis de un banquete; un convivio, que no significa comer juntos, sino vivir juntos. Debes aceptar; tomar lo que esté bien para ti y no dejar nada en el plato. Tenemos unos manteles de papel con la silueta de una vaca y muchos números. Cada número representa un corte y un plato. La finalidad del mantel es explicar que lo usamos todo. En ese mantel también están escritas las primeras palabras de la Divina Comedia: “En medio del camino de la vida/, me encontré en una selva oscura/ por haberme perdido del camino…”
Recita usted con emoción…
“Adoro la poesía, pero soy carnicero (ríe). Uso esa metáfora porque intento devolver al camino a los carnívoros, y el camino es usarlo todo. Casi ninguno rechaza la comida porque todos viven esta mesa como una experiencia, no solo gastronómica, sino de comunidad. La comida es comunicación, es comunión”.
También le preocupa ofrecer precios asequibles. El menú más caro cuesta 50 euros.
“Sí, y puedes comer y beber tanto vino como quieras. Muchos me dicen que podría cobrar el doble, pero no sería justo. A mí no me interesa ser el muerto más rico del cementerio. Quiero que mi comunidad, que ha ayudado a mi familia durante generaciones, se pueda permitir venir”.
Sus comienzos en el oficio fueron duros.
“La muerte de mis padres me dejó devastado. En dos días, pasé de la Facultad de Veterinaria de Pisa a la carnicería más pequeña del mundo. Sin embargo, aquel dolor inmenso fue una oportunidad de comenzar una nueva vida”.
Para usted, los animales son muy importantes. ¿Cómo los cría?
“Más que las vacas, elegí a la familia de las vacas. Me las cría Josep Altimiras, ganadero de la Cerdanya, que las mantiene libres en la naturaleza, donde tienen que estar”.
Sería imposible criar así todas las vacas que se necesitan para satisfacer la demanda de chuletones. La carne está de moda…»
“No está de moda la carne; está de moda el filete. El carnicero tiene la responsabilidad de que la gente empiece a comprender que el filete no es el fin, sino el principio. Que si solo comes filetes, estás en plano más bajo del carnívoro. En mi casa se comía lo que sobraba de la venta: sangre, vísceras, tripas. El primer filete lo probé a los 18 años, y fue maravilloso, pero no lo había echado de menos, porque mi abuela era una cocinera excelente. Mis platos preferidos siguen siendo la rodilla hervida y el caldo de res. La excelencia no está en un corte de carne, sino en la mano que la cocina”.

Parece también revolucionario volver a una mesa de familia. Es algo que se pierde.
“Es lo que quise recuperar hace 20 años con el restaurante. Mi carpintero insistía en que no tenía sentido hacer una mesa grande. Decía: hagamos mesitas pequeñas y si funciona, las juntas. Yo le dije: ya tengo un trabajo. Vamos a hacerlo así y, si sale mal, vuelvo a la carne. Al principio, alguno pedía una mesa privada. Ahora todos son felices sentándose juntos. A veces empiezan un poco intimidados, pero el vino hace su trabajo”.
Ha logrado que la gente vaya a Panzano in Chianti. ¿Cómo lo viven sus vecinos?
“Pues el pueblo ha cambiado. Muchas familias han arreglado una o dos habitaciones para huéspedes; una ayuda para afrontar alguna dificultad económica. No es el paraíso terrenal, pero hay movimiento todo el año, y lo mejor es que se abren las mentes. Llegan personas de países y culturas diversas, y al convivir comprendes que son iguales que tú. El gran problema del mundo rural es la cerrazón”.
¿Trabaja mucha gente del pueblo con usted?
“Prácticamente todos los jóvenes pasan por la carnicería, sobre todo chicas. El 70% de nuestro personal es femenino. A partir de los 16 años, trabajan al menos un verano a la carnicería para ganar un poco de dinero. La edad media de nuestros empleados es de 22 años, y ninguno viene de la escuela de hostelería. La formación desde hace un tiempo la hace Fátima. Ella es de Marruecos, y trabaja con nosotros hace seis años. Es quien integra a los que van llegando, pero no es una jefa, porque la organización de la carnicería no es vertical sino horizontal. Todos tienen la misma dignidad: quien lava los platos, quien sirve en la sala…”
¿Ha logrado que algunos jóvenes decidan quedarse en el pueblo?
“Esa es mi obsesión y el motor de todo lo que hago, porque para mantener los pueblos vivos hace falta la energía de la gente joven. Trato de hacerles ver que si yo, que no soy la persona más formada ni más inteligente, he hecho tantas cosas, cualquiera puede hacer lo que se proponga”.
En su ponencia en DiscoverEat ha dicho: Necesitamos una cultura gastronómica más simple y accesible para todos. ¿Qué significa?
“Significa que necesitamos garantizar que toda la comunidad pueda acceder a buena comida a buen precio. Una vez vino a comer un directivo de la guía Michelin; un hombre bastante importante. Me comentaba las ventajas que da estar en la guía. Yo le dije: lo sé, pero no me interesa; no tenemos una filosofía común. Y él: ¡Pero somos la Michelin! Y yo: lo respeto, pero soy un carnicero. Tengo un mantel de papel y una mesa grande. Son distintas las estrellas y los establos, y yo ya tengo todo lo que necesito. Estoy en paz con el mundo”.
Sus carnes han llegado a Barcelona, a Dubai, a muchos sitios.
“Y me enorgullece, pero por eso digo que no busco más. Me llaman de muchos sitios y voy a pocos. Estoy aquí, en DiscoverEat, porque al invitarme pronunciaron las palabras mágicas: contar mi historia para inspirar a los jóvenes del mundo rural. En cuanto reconocimientos, me hizo ilusión uno. Hace un par de años me llamaron de Francia para decirme que La liste me había concedido un premio. Al principio no quería ir, pero un amigo francés me dijo: ¡Es muy prestigioso! Lo que más ilusión me hizo fue el motivo por el que me premiaron: por el desempeño del trabajo. Eso para mí es muy importante, porque si haces bien tu trabajo, abres un camino a los que vienen detrás”.
Se ha hablado en este congreso sobre cómo la artesanía se ha convertido en un lujo al alcance de poca gente. También la buena comida.
“En efecto. Ahí está la paradoja americana: los ricos son delgados y los pobres, obesos. Antes era lo opuesto, pero en el fondo es como siempre: los ricos comen bien y los pobres comen mal. Todos podemos y debemos hacer algo al respecto. Hay un viejo dicho de nuestros campesinos que reza: «no necesitas montar una revolución; basta dejar la tierra un poco mejor de como la encontraste”.
La entrevista se hizo en el campo, al aire libre, con la primavera reventando de flores. Dario Cecchini se sonaba la nariz repetidamente con servilletas de un taco que había sobre la mesa. Tenía los ojos enrojecidos y frente a él se iban acumulando más y más servilletas de papel arrugadas.
¿Está con alergia?
“¡No, no! Es que cuando hablo de estas cosas me emociono, no puedo evitarlo.”
