El ojo del amo

Dejo comanda
El comedor parece lleno, pero no del todo. Observo que dos mesas apuran el café y otra más está compartiendo el postre. Con un poco de suerte, en menos de un cuarto de hora estaré comiendo. El camarero que me atiende, duda. ¿Me dejará marchar con la excusa de que no hay sitio o apretará el paso para conseguir que me quede? Si el que me recibe es el dueño, no hay dilema.
“El ojo del amo engorda el ganado”, dice el refrán. En teoría habla de pastores, pero cobra pleno sentido cuando se refiere a la hostelería. La presencia del dueño en un restaurante se nota. No porque vista de calle o se dedique a dar órdenes a la brigada. Es más bien una cuestión de actitud: la forma de observar el servicio, de anticiparse a los problemas, de involucrarse en los detalles. Hay un interés económico, por supuesto, pero también personal. No solo sirve platos, cultiva relaciones.
Cuando lo hace bien, uno ya no reserva en su casa solo por el capricho de comerse una tortilla de ortiguillas o un arroz con bogavante, sino para visitar a un amigo. Ese que te recibió con una sonrisa la primera vez, que ya sabe lo que te gusta cuando toma la comanda, que escucha una sugerencia, te invita al café o te guarda tu mesa favorita sin necesidad de pedirla.
El tipo de atención que puede llegar a brindar el dueño –no todos son así, todo hay que decirlo– se está convirtiendo en una rareza, casi es un lujo. Es culpa de un proceso inexorable de concentración empresarial en el sector. Si el hostelero tiene más de veinte locales diseminados por la ciudad, es imposible que te atienda en todos. De hecho, lo más probable es que no lo haga en ninguno.
La responsabilidad de fidelizar al cliente recae entonces en los empleados. En ese caso, el empresario sagaz debería saber que no hay mejor inversión que tener al equipo contento. Solo alguien que va feliz a trabajar, hasta el punto de que siente el negocio como propio, puede transmitir esa sensación acogedora. Pero si el camarero se siente maltratado, no moverá un dedo fuera del contrato. Y nada espanta más a la clientela que una cara de disgusto detrás de la barra.

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