Gastromaquia

Miguelín volvía este año a presidir desde su rojo palco los festejos de la Feria de la Gastromaquia del 2016. Así venía haciéndolo secularmente parecía que desde siempre. Desde la exigencia de sus propios criterios, siempre escasos al entender popular hispaño cañí, no se había prodigado en generosidad esta temporada; sin embargo, sí que se había estirado humanemente en la graciosa concesión del segundo trofeo a Mario Sandoval “Coque” y su cuadrilla, cuya primera oreja –de cochinillo- ya le había otorgado el amor y favor del público de los madriles, entregado y seguidor de sus faenas desde que tomara la alternativa con picaores en la plaza de Humanes, en casa y de manos de su madre, allá por los años…llenando los tendidos de blanquísimas servilletas.

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Con el ánimo bien dispuesto a echar una tarde de gastromaquia como mandan los cánones, es decir, como dios manda, los 7 nos encaminamos hacia el coso para ocupar nuestras localidades en el 7, sentados a la sombra en el temido tendido llamado de Los 7 Caníbales, donde teníamos nuestros 7 sitios reservados en barrera: nada como ver los pases desde la barrera, ya saben.

Nos tocó una tarde soleada, seca de viento y templada, ideal para que todo saliera a pedir de boca, perfecta para disfrutar del bravo ganao que el cartel anunciaba. Para entonarnos y hacer cuerpo hicimos el paseíllo con alto en bodega dando cuenta de un extraordinario “Coque Club” que nos supo a gloria y que acompañamos de los piscolabis de rigor.

A puerta gayola nos recibió el maestro, metiéndonos ya en el ruedo de la cocina, empezó su faena desde los adentros; un par de elegantes verónicas de piñones hidrolizados y unas chicuelinas al paso de lechuga ahumada hicieron nuestras delicias.

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El tercio de varas fue soberbio y sirvió de primer castigo, se emplearon en ello los picaores con los enjundiosos picoteos de embutidos de bravo: salchichón, chorizo, lacón ahumado seco y delicado y una untuosa cecina que entraron una y otra vez al caballito de toma pan y remójala (un segundo Coque Club fue requerido) con casta y bravura sobradas.

Al quite vino con su vino, sobresaliente, Diego, aprovechando la oportunidad del cambio de tercio para meternos en faena con un reconfortante consomé al armañac de fina caza que ligaba su guiso en pan al vapor; medió con tomate asado, humus y papada y remató con una muestra gastrogenómica de semillas de verduras especiadas y su cartucho pipas.

Las banderillas corrieron a cargo de Rafael quien, derrochando oficio, nos las puso recibiendo a cuerpo gentil: en el primer par se sentó en el cabestrillo con un gran salto de salmonete brasa que hizo crujir al tendío, apaciguó los ánimos en el segundo con un clásico y reposado de brandada de bacalao, níscalos y cuscús de coliflor y levantó olés al personal con el escabeche de lubina y perdiz.

“¡Impecable!”, pensé, parándome a reflexionar unos segundos mientras el maestro doblaba su muleta y se dirigía a mitad del ruedo para brindar montera bocabajo al respetable. Llevaba siguiendo a Coque desde su alternativa, hacía más de veinte años que lo vi por vez primera; lo había seguido en su plaza y en otras a las que sale con habitualidad, pero esta vez lo sentía diferente, esta vez me estaba llegando más hondo, esta vez me estaba transmitiendo más, sentía que había ido más allá de su siempre cuidado al detalle, de su seria brega y su cuidada estética que ya conocía pero que ahora ya no reconocía porque afloraba una madurez y una arqueología de sabores de mayor calado y sabiduría. Estaba nervioso, sonriente y confiado, sí, pero expectante, esperanzado y deseoso de triunfo. Miraba al cielo, miraba al redondel de mi plato, sudaban los cubiertos. El “¡Silencio, guarden silencio, por Dios!” me salía de mi alma sevillana-maestrante. Comienza la faena de muleta, ahí donde el gastrotorero se la juega.

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Mario se echó a los medios con decisión y aplomo, nos citó de frente y lejos y nos endilgó una tanda de derechazos de callos a la madrileña con erizo de mar, puré de pochas y trufa que nos quitó el sentío hasta que empezó a sonar la música. Al pasodoble montó seguidamente el pollo con su gallina en pepitoria, huevo, pie azul y panceta. Multiplicando sus brazos a diestro y siniestro repartió pulpitos brasa, tinta y boletus al toque de las trompetillas.

Al revuelo paró y templó, las tandas se sucedían y era menester un breve reposo, anduvo al callejón, parsimonioso y trascendente, gustándose y recreándose, para tomar la de verdad. Trasteó sin fin y gritáronse olés con la lengua y los tendones al son de los bravos: ¡bravo, bravo! Y se adornó antes de afrontar la suprema suerte con un meloso ravioli de liebre y tiernos tendones con higos brasa y jugo picante.

No dio tiempo a más, a las primeras de cambio, resuelto, nos entró al grito de ¡eh toro! con el estoque de «El Cochinillo», lo clavó hasta la bola y allí mismo y sin puntilla caímos rendíos, muertos mataos.

Cayeron las dos merecidas orejas y la consabida vuelta al ruedo mientras endulzábamos paladares y oídos y se montaba la resabida tertulia gastrotaurina: “ha sido una tarde gloriosa, hemos disfrutado como pocas”, se comentaba mientras se rememoraban pases, gestos, sapiencias, vinos y actitudes para llegar a una unánime conclusión: Coque está como nunca. ¡Por la gloria de vuestra madre!

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