Llego con media hora de antelación a una cena. Mi vuelo aterrizó con retraso y ya no merecía la pena pasar por el hotel. Me acomodo en la barra mientras espero al resto de la comitiva. Se acerca un chico en camiseta y le pido un Adonis. Se abre un silencio extraño, expectante. Yo solo quería un vermú con amontillado… Me presento, le explico la situación y pregunto quién es. “El jefe de sala”. –Ah, encantado– balbuceo. Él transmite la orden al camarero raso, da media vuelta y se marcha.
Saboreo el aperitivo, mientras observo la coreografía impecable del servicio. El barman agita la coctelera como un metrónomo y los platos emergen por una portezuela con ojo de buey. Cada pocos minutos entra una pareja o un grupo de amigos y se quedan parados en la puerta, esperando ser atendidos.
Entonces ocurre algo curioso. A veces el anfitrión sonríe, lanza una broma y les recibe con los brazos abiertos. Otras, mira de reojo, termina lo que está haciendo y se acerca con paso lento y gesto inquisitivo. La diferencia en el trato es tan marcada que no puedo evitar fijarme.
Parece un tipo simpático, lejos del maître estirado y ceremonioso de antaño, pero solo con quien él decide. Quizá porque estoy solo y agradecería que me entretuvieran, o porque necesito contarle a alguien que he tenido un día de perros atrapado en un aeropuerto, me descubro mendigando un poco de atención. Pero con cada nuevo recibimiento efusivo, más árido me parece el trato que me dispensó a mí.
No espero que me acoja como a un amigo de toda la vida si jamás nos hemos visto antes. ¿O quizá un poco si? Al fin y al cabo, el secreto último de la hospitalidad es conseguir que un completo desconocido se sienta bienvenido.
El servicio de sala vive hoy entre la rigidez del protocolo clásico y una informalidad que a veces roza el compadreo. Lo segundo puede resultar más simpático, pero también más arbitrario: depende del humor del día, del sesgo inconsciente, de la química entre amigos.
Y uno se pregunta si a veces no sería preferible un poco de la antigua disciplina. Aquel maitre estirado y distante puede que no fuera cálido, pero al menos tampoco corrías el riesgo de que te dejara a la intemperie.