Los hijos del maíz

Un Comino
La reciente visita a Ciudad de México me dejó un inmejorable sabor de boca. La semana pasada ya les conté sobre la más profunda de las experiencias gastronómicas, el Quintonil de Jorge Vallejo, pero estuvo lejos de ser la única. La ciudad es tan grande que su oferta es inabarcable si se tienen pocos días, pero no hace falta recorrer decenas de casas para sentir el pulso vibrante, la certidumbre de que allí está pasando algo tan nítido como sus terremotos. El sismo culinario es cosa buena y se expande tanto por las cocinas más distinguidas como por las populares.
El tino con el que se han autodenominado los hijos del maíz desprende un orgullo consciente de lo que son y de lo que hacen. Me refiero a que de un modo colectivo entienden que hay algo que va más allá de dar de comer rico. Muchos de ellos son activistas, parte consciente de un movimiento, de una cultura, de un país que viene a reivindicar su sitio como la gran cocina americana, la más diversa, culta y enraizada. Si el mundo empezó a descubrir gastronómicamente América a través de Lima, hoy es México el fuego que hace hervir la olla.
El afamado Richard Hart, socio de René Redzepi y ex jefe panadero de Noma y Tartine, acaba de abrir su primera panadería fuera de Europa en la colonia Roma Norte de CDMX y está ilusionado como un niño con juguete nuevo. Recientemente le escuché decir que sentía en México la misma energía que hace quince años se vivía en Copenhague. Y él no es el único, como les digo. Tras varios años ausente de la escena mexicana, yo percibí algo parecido.
Buena parte del camino, quizás la más dura, ya la iniciaron hace tres o cuatro lustros cocineros como Enrique Olvera (Pujol, CDMX, 2000), Alejandro Ruiz en Casa Oaxaca, pionero en llevar ingredientes indígenas a formatos de alta cocina, Mónica Patiño, mentora de muchos de ellos junto a Ricardo Muñoz Zurita, el gran investigador y autor del ‘Diccionario Enciclopédico de la Gastronomía Mexicana’ y, por supuesto, Jorge Vallejo, Edgar Núñez y Eduardo ‘Lalo’ García, más tarde Elena Reygadas… y así podríamos seguir un rato. Con declinaciones diferentes, todos ellos contribuyeron a levantar con orgullo los ingredientes y el recetario mexicano y los llevaron a la alta cocina ilustrada. Hoy es la propia cocina popular la que se autoreivindica orgullosa, amparada por la luz y el interés que ellos contribuyeron a atraer.
En CDMX hay taquerías de culto o lugares de mesas corridas, sin menú, ni reservas, ni carta con una estrella Michelin, como Expendio de Maíz, una suerte de restaurante informal que recoge casi etnográficamente el recetario popular mexicano. Cuando uno se sienta come lo que se está cocinando en ese momento. No hay más opción. Raíz, tradición… elementos que hace unas décadas se miraban sin demasiada atención por las clases cultas del país, cuando no con desprecio, son hoy el motor principal que desarrolla toda su potencia gracias a un combustible llamado autenticidad. A nosotros para desayunar nos tocaron picadas, un platillo de la costa con calabaza guisada con tomate, un huarache, masa de maíz nixtamalizado de forma alargada y ovalada sobre el que se depositan los ingredientes, y un taco de carne enchilada con chile mirasol y piña fermentada con jalapeños, todo ello regado con un café de olla especiado, con clavo, piña, pimienta y panela.
En Maizajo, molino de maíz y tortillería, elaboran sus masas con granos de variedades criollas ancestrales, criollas azul, roja y amarilla. Nixtamalizan con cal el grano como hacían los pueblos originarios del actual México para romper los almidones menos digestivos, muelen y directamente, sin más ingredientes ni aditivos, preparan sus tortillas a la vista de los clientes. Después, en una de las cocinas informales más divertidas y adictivas que recuerdo, empieza la fiesta de los tacos con el joven Alan al frente como jefe de cocina: taco de camarón, de rib eye y el de sudaero, pecho de res cocinado en manteca de cerdo por ocho horas y rematado con longaniza. Ya sentados en la mesa se suceden platillos homenaje, como la versión del tatoquito playita, con asiento de pescado en vez de cerdo, tentáculos de pulpo, pez gallo y una vinagreta de mezcal con escabeche de algas. Para chuparse los dedos.
Esta nueva revolución mexicana también pasa por sus vinos. El Valle de Guadalupe, principal región productora, Querétaro, Zacatecas o Aguascalientes viven momentos de cambio con una infinidad de productores que han asumido los nuevos gustos y tendencias mundiales que demandan frescura, extracción baja, mineralidad, acidez y, en su caso, un mayor control de la influencia de la madera. El menú de Sud 777, el restaurante del cocinero Edgar Núñez, una estrella Michelin y uno de los más activos chefs de esta nueva ola mexicana, con una mirada al mundo vegetal, a la temporada y a la fusión de culturas, ofrece un sorprendente y acertadísimo maridaje con vinos mexicanos de nuevo cuño. Pareciera que no hay varietal que se les resista a estos suelos de gran diversidad geológica y climática cuando se pone foco en la vendimia y en la vinificación. Vinos con diversidad y futuro, algo de lo que careció Perú en su momento y que seguro ayudará a consolidar la fuerza de esta nueva revolución mexicana.

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