Quince días son suficientes para asistir a dos encuentros gastronómicos, aunque se celebren a casi 7.000 kilómetros uno del otro, las fronteras vuelvan a estar patas arriba y las compañías aéreas convierten los traslados en lo más parecido a un atraco: precios disparatados y suspensión de vuelos cundo no van llenos. Participo en Bogotá Madrid Fusión, un congreso en el que la alta cocina parece aterrizar para mostrarse con sus ropajes más humanos, y sigo Worldcanic, el encuentro de la cocina de los volcanes, desde la pantalla de mi casa. Transmitido en directo y almacenado en su web (www.worldcanic.com), a disposición de cualquiera que se registre, muestra una cara de la cocina en la que esta es parte de la tierra hasta las últimas consecuencias, y llega a concretarse directamente bajo el suelo.
La alta cocina puso pie a tierra en Bogotá Madrid Fusión. Algunos de sus referentes reconocieron haber entendido demasiado tarde que no habían tomado el camino correcto o, en todo caso, que no habían pensado en las consecuencias de lo que estaban haciendo. El congreso empezó con Gastón Acurio, que volvía a los certámenes culinarios para demostrar que su ausencia ha sido demasiado larga. Me gustaría que se hiciera ver más a menudo, sobre todo ahora, cuando prácticamente todos repiten el discurso con el que lanzó la cocina peruana al mundo, plantando los tres pilares de la revolución social que hoy alimenta el universo gastronómico: sostenibilidad, identidad y responsabilidad. Quedan pocos profesionales ilustres que no levanten esta bandera, cuanto menos por el qué dirán.
Reapareció Gastón para contar el duro tránsito de Astrid & Gastón durante la pandemia. Nunca había pensado, vino a decir, que acabarían haciendo hamburguesas, o que crearían marcas de costillas, pollo a la brasa y tacos para enviarlas a domicilio y poder aguantar el confinamiento; la pandemia llegó con un master de humildad debajo del brazo. Reconoció que se fueron distanciando de una clientela que han conseguido recuperar: “no nos habían olvidado, es que ya no se podían permitirse venir a comer”. Habló de los caminos recorridos por un restaurante que ha pasado de 200 a 25 dólares en unos pocos meses, y del recorrido que se abre ahora con la tímida reactivación del turismo gastronómico, con permiso de Omicrón. El futuro será compartido por los dos formatos. Junto a él, Jorge Muñoz, jefe de cocina de Astrid & Gastón, asumiendo el reto de cuidar la clientela local con una propuesta “estacional, cercana, asequible, sencilla y fiel a sus raíces”.
Otro histórico, Harry Sasson, reflexionaba sobre la necesidad de cambiar una cuantas cosas, volviendo la vista hacia productos menos valorados, como hace con a sobrebarriga (falda) que hoy ocupa el lugar del solomillo en su carta y refuerza la normalidad en la cocina de su restaurante. Insistió en la necesidad de crear un nuevo marco laboral. “Esta es”, decía provocando el aplauso de los espectadores, “una profesión muy difícil porque ha sido muy mal pagada; debemos preocuparnos de que nuestros empleados ganen mejor”.
El discurso de la sostenibilidad y la responsabilidad ocupó el escenario. Desde las cocinas rurales colombianas, con Jennifer Rodríguez, la joven propietaria de Mestizo, en Mesitas del Colegio -buena ponencia dedicada a la arracacha, un producto de baja estima en las cocinas capitalinas- y José Luis Cotem, impulsor del restaurante Mantequilla, en Riohacha, llevando el discurso hasta la despensa y las formas culinarias de la Guajira. Con ellos, la eternamente comprometida Viviana Varese, en su Villadorata del Val di Noto, en Sicilia, mostrando el camino de la elementalidad culinaria a través del pan y la pizza. Otra mujer, Najit Kaanache (Nur, Fez), una luchadora armada con tantos sabores como razones, mostró la naturaleza de la tierra de sus padres, su camino de vuelta a las raíces y esbozó algunos de los vínculos tejidos entre el norte de África y las cocinas criollas de América Latina.
Si se habla de territorio, las Espinosa, Laura y Leo, han levantado en Leo un sugerente escaparate -y una notable propuesta culinaria- de lo menos conocido de la despensa colombiana, mostrando la geografía del país desde una doble perspectiva: se come con los platos de Leo y se bebe con los paisajes destilados y los fermentados de Laura. El concepto de territorio que maneja Ángel León es tangible, aunque desde otra perspectiva; te rodea hasta empaparte. La de Fer Rivarola (Trashumante-El Baqueano, Buenos Aires) también nace en parte del mar y los ríos argentinos. El poderoso trabajo consagrado al pescado, que empezó concretando entre el salmón blanco -el chanchito de mar- y el pacú fue pionera en Buenos Aires y sigue abriendo caminos. Ángel, Eneko Atxa y la gente de Disfrutar (qué gran presentación) se mostraron desde sus propios restaurantes, en riguroso directo, consagrando un modelo de congreso en parte presencial y en parte virtual.
Escribo mientras veo a Paulo Costa (Calderas & Vulcoes, Furnes) cocinar bajo tierra muy lejos de Bogotá. Participa en Worldcanic, que se celebra en Lanzarote, una isla nacida de un volcán, como las Azores de las que procede Paulo, en medio del Atlántico. Impresiona verle cocinar aprovechando el calor las fuentes geotermales de un volcán dormido. Abren hornos a un metro de profundidad, en los que introducen las cazuelas, las cubren herméticamente y las dejan hasta que el guiso esté a punto. La primera es un cozido (veo col, chorizo, patatas, carne, zanahoria…) y luego llega un bacalao que toma forma de caldeirada. No hay termostato en esta cocina; bajo suelo, la temperatura se mantiene estable. Hace cincuenta años, en lugar de cazuelas usaban un saco.
Sigurour Rafn Hilmarsson (Laugarvatn Fontana Geothermal) también cocina bajo tierra o en charcos de agua hirviendo en Laugarvant, Islandia. Lo muestra con un pan horneado en una cazuela de hierro, enterrada casi a ras del suelo, y unos huevos hervidos doce minutos en las aguas termales. Ni Paulo ni Sigurour han inventado nada, las dos son fórmulas heredadas de sus familias.
Worldcanic divide las ponencias entre científicos y cocineros, casi mitad por mitad. Hace treinta años que los científicos estrecharon lazos con la alta cocina y esa relación es cada vez más cotidiana, más natural, más sólida y tiene más consecuencias. Llorenc Planagumá, estudioso de los volcanes de la Garrocha, al norte de Cataluña, Joan Martí y el costarricense Gino Gonález (fundador de Volcanes sin fronteras), abundaron en una idea que luego contrastarían Chele González (Gallery by Chele, Manila, Filipinas), Fina Puigdevall y Martina Puigvert (Les Cols, Olot, Girona): las cenizas del volcán aportan nutrientes al suelo, los hacen más fértiles y propician cultivos con valor añadido, en forma de pastos o verduras que se distinguen por ser más dulces. El reglamento de la Denominación de Origen judías de Sant Pau, en la Garrocha, exige que crezcan sobre terrenos volcánicos.
Liko Hoe, el cocinero hawaiano que se ocupa del Waiahole poi, en Kanehone, mostró entre otras cosas una planta endémica que florece cada 90 años, justo antes de morir. Anne Fornier, fundadora de Voklcano Active Foundation, recogía este y otros datos ofrecidos por algunos ponentes para lanzar una pregunta ¿por qué la mayoría de los volcanes dan lugar a productos endémicos? Tal vez tengamos la respuesta, en la segunda edición.