Provocación

En un encuentro informal, el hombre, aficionado a la gastronomía, me contó que ante el objeto de su deseo no podía oponer resistencia. Sentía una atracción irrefrenable; su apetitoso aspecto, quizá la fragancia que desprendía, quizá el momento… se le desataban un sinfín de emociones.Me habló de «un pálpito insistente, una sacudida en la boca del estómago y un vaho que asciende por algún canal interior…» El hombre me confesó que, a veces, temblaba antes y que más de una vez había derramado alguna lágrima de puro goce, después. Ante mi asombro el hombre me confesó que no estaba hablando de gastronomía, ni siquiera de comida. Las sensaciones que me describía, no las provocaba un plato, las provocaba su amada, dispuesta a ser «devorada» como un manjar exquisito. Puede que, simplemente, me estuviera hablando de sexo.

Con esa velada comparación el hombre, interesado en todo lo que se cuece en nuestras cocinas y en las intelectualizadas digestiones posteriores, me reveló que no pretendía otra cosa que provocar el debate, poner en claro ese sustantivo que en gastronomía da para tanto; la emoción. Que la emoción es una alteración del estado de ánimo -por cierto, de igual modo puede ser negativa o positiva- ya lo dice el diccionario de la RAE.

Lo que pretendía el hombre con su relato era trazar el dibujo exacto entre la simple sensación y la emoción. En este pasado año, en el que tanto hemos elucubrado sobre cocina y arte, se ha oído, en más de una ocasión, definir la cocina como una disciplina artística porque ésta es capaz de afectar con igual intensidad todos los sentidos. «Pero eso -me dijo el hombre- eso también lo consigue el sexo y no por ello este humilde servidor se tiene por artista. No, amiga, un plato sólo puede emocionarte si lo pasas por el tamiz del intelecto, si no es así, a lo sumo, te provocará sensaciones, como el escozor en la lengua tras una cucharada de sopa demasiado caliente.»