Un huerto en Buenos Aires

La memoria del sabor

Paseo este Palermo de otoño, soleado y tibio, buscando ubicarme en el nuevo paisaje post pandemia que recorre Buenos Aires. Llevo tres días aquí y empiezo a entender que hay tránsitos que merecen ser considerados, como si se estuviera levantando un decorado nuevo para esta ciudad extraña y fascinante, que siempre he conocido mientras enlaza una crisis con otra. Rodolfo Reich, Rodo, uno de los periodistas argentinos que merecen ser escuchados y leídos, me cuenta de un cambio que sintoniza con lo que sucede al otro lado del mundo. Buenos Aires pasó del modelo micro al macro. Una ciudad construida a partir de pequeños negocios nacidos del esfuerzo de emprendedores que salpicaban todo el entramado urbano, retrocede empujado por la gentrificación, anidada en la macro visión de los grandes fondos de inversión y la agresividad de los inversores locales. Del pequeño negocio a la gran cadena. De la diversidad a la uniformidad. De lo de siempre al tópico comestible. Las consecuencias, que las habrá, se verán en los próximos años.

 

Rodo me habla, además, de la consolidación de dos corrientes divergentes. De un lado, la proliferación de propuestas de cocina vegetal, en ocasiones vegana, y del otro el nacimiento de una nueva generación de asadores que persiguen el camino de la calidad. Lo del asador puede parecer una obviedad, pero no es tarea fácil. Por un lado, en esta Argentina autoproclamada paraíso del feedlot -con la pampa dedicada a la soya, la inmensa mayoría del ganado vacuno vive permanentemente estabulado alimentado a base de maíz, pienso y medicamentos que resuelven los problemas creados por la dieta y las condiciones de vida-, la calidad de la carne es un anhelo lejos del alcance de la inmensa mayoría. Por otro, no es fácil encontrar resquicios en un esquema sólidamente cuadriculado: chorizo, bife, entraña, cuadril, chinchulines, molleja… Añadiría una tercera corriente: los mariscos patagónicos y los pescados de la costa atlántica siguen ganando presencia. Rodo tendrá tiempo para contárnoslo; en pocos días veremos su primer texto en sieteCaníbales. Por este lado, el viaje está siendo provechoso. La voz de Argentina en la web se ampliará con la presencia de Leandro Vesco, que se encargará de mostrar toda la vida, el conocimiento, el producto y los personajes que hay más allá de los límites de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

 

Voy por Gurruchaga, camino de la parrilla Don Julio, y encuentro el cruce con Soler tan cambiado que no lo reconozco. Tengo que mirar el maps para confirmar que estoy en la Plazoleta Luna de Enfrente; si no lo hago nunca hubiera conocido su nombre, pero la tengo bien presente de mis paseos por la zona. Donde antes había unos bancos, mucha suciedad, más botellas de las deseables -a medio beber, completamente vacías o rotas-, y algunos retales descartados por una sociedad que tacha y olvida sus versos rotos, encuentro ahora una sucesión de jardineras de madera descomunales, de casi un metro de altura, que la han convertido en un jardín increíblemente frondoso. Un cartel junto a la rampa de subida me lo va explicando. “Vas a tener”, dice, “una huerta urbana cerca de tu casa, para disfrutar, participar y aprender en familia de prácticas de agricultura urbana”. La plazoleta sigue siendo un espacio público, de acceso libre, y mantiene los bancos de cualquier plaza, pero no se parece a ninguna plaza que conozco.

Huerto urbano. Palermo. Buenos Aires.
El huerto de la Plazoleta Luna de Enfrente.

Nada más entrar, tres composteras acogen los desechos orgánicos de unos puñados de vecinos, que aportan así al desarrollo del proyecto. Un poco más allá, Ana Armendáriz, la botánica a cargo, pasa el compost por un cedazo dejándolo listo para el uso. Le pregunto cuántas variedades tiene plantadas, dice que más de mil y me cuenta que le gustaría tener quinua. Me comprometo a traerle semillas. Recorro las jardineras y veo de todo. Desde amaranto a acelgas o espinacas, cebollas, puerros, hojas y hierbas. Yo qué sé. Demasiada información. Hay una visita infantil -los niños ayudan en la siembra y otras actividades mientras reciben talleres- y se hace notar la presencia de Pablo Rivero, el propietario de la Parrilla Don Julio, que resulta ser el impulsor de la transformación de la plazuela en huerto comunitario. Me presenta a su madre, Graciela Videla, que es la responsable del proyecto, y a Martín Cantera, presidente de la comuna 14, a la que pertenece la plazuela, embarcado en la tarea de enseñar el huerto a una visita ilustre, y le pregunto por el destino de lo que se cosecha. Me cuenta que una parte se reparte entre los vecinos que apoyan el huerto y el resto a va a los más necesitados de la comuna. Los medios les dieron fuerte a los dos cuando arrancaban el proyecto y el patio de vecinas de las redes se ensañó a modo. La realidad ha llevado las cosas donde debieron estar y ahora nadie lo cuestiona. Me sorprende todo lo que veo en un medio en el que es lo último que esperaría encontrar. Nos hemos acostumbrado tanto a la desnaturalización de la ciudad que nos resulta anormal cualquier intento por hacerla humana. Es una buena historia.

 

Iba camino de Don Julio, una de mis citas fijas en cada viaje. Cuando me siento en el comedor, recuerdo las dos tendencias divergentes de las que me hablaba Rodo Reich. Hay algunas citas que han esperado casi dos años: con esa molleja que convierten en un milhojas cárnico, con una entraña que de puro cotizada ha desparecido de la carta, o con una bodega que lo muestra todo mientras da perspectiva: historia, pasado y presente, y ahora un mapa geoclimático. Todas se cumplen, pero hay algo que no esperaba; la mesa se ha convertido en el lugar donde se encuentran esos dos mundos que parecían vivir dándose la espalda. Carne y hortalizas compartiendo espacio.

 

Cada carne llega con su contrapartida vegetal: pimientos de Calahorra, asados y condimentados, unos ajíes picantes fritos, cuyas semillas llegaron de Estambul, muy parecidos a las piparras españolas aunque más grandes y más picosos, un camote asado al rescoldo, casi confitado, o una colección de zapallos que resumen el estado de la huerta. Entre ellos, un zapallo princesa entero. Es de tamaño medio y lo han sacado de la hilera que ocupa la rejilla alta que cubre el trayecto de las parrillas. Han pasado allí entre cuatro y cinco horas, confitándose a fuego lento, y el resultado es de los que emocionan. La pulpa es una crema suave y untuosa, mientras la piel llega troceada en gajos para mostrarse delicada y sutil, exhibiendo la grandeza que puede alcanzar un zapallo cuando se le mima y se le respeta. Un poco de aceite de oliva patagónico y unos granos de sal redondean el prodigio. Los otros dos, anco y cabutia, completan la experiencia, proporcionando nuevos matices y abriendo otros horizontes. Recorro el resto del comedor con la vista y solo encuentro patatas fritas en una mesa de turistas brasileños. Escenas del campo después de la batalla.