Verano en prosa gastronomica

Tribuna

Las recetas que han fundamentado mi etapa inicial, son las más sencillas y humildes de mi recetario vital.

Mi editor me ha permitido algunas licencias, dadas las fechas de verano, liberándome del corsé académico por el que habitualmente se me conoce, para dejar que fluya una prosa fruto de los gin-tonics que uno se prescribe para combatir semejante calor.

 

Un día de esos sofocantes me levanté con una necesidad inusual de buscar las recetas de mi vida. Un impulso trepidante me movía a cocinar todas las recetas que me han construido como soy. Se me planteaba como un acto de regresión gastronómica, que me permitiría fragmentar la composición de lo que ha sido mi vida, permitiéndome aferrarme a las elaboraciones que han forjado mi identidad culinaria.

 

Para muchos, el despertar está marcado por una memoria liquida y láctica. Caliente, conocida y próxima. La mía fue bovina, con grumos y un cierto sabor a látex. Esa inmaculada elaboración marcó buena parte de mi infancia y también de mi vida como adulto. De niño generó una obsesión irrefrenable por el consumo de aquel producto líquido, que me llevó al empacho y a una creciente animadversión hacia él. Con los años, el cosmos me ofrendo un tercer retoño alérgico a la leche; una instructiva experiencia que me empujó a construir un nuevo recetario doméstico, y una nueva devoción por los licuados vegetales (sin integrismos).

 

Las recetas que han fundamentado mi etapa inicial, son las más sencillas y humildes de mi recetario vital. Provienen del sino de una chabola situada a las afueras de un pequeño pueblo de Navarra, lugar donde mi abuela nació y aprendió a cocinar para dar de comer a todos sus hermanos. Era la pequeña, no había dinero para llevarla a la escuela y su destino fue sustentar a la familia. En la página de mi manuscrito dedicado a ella, destacan las migas con panceta, chorizo y uvas, que eran mi devoción.

El capítulo se inicia con un plano secuencia de unas manos recias y alargadas. Una sujeta el pan de kilo duro contra el delantal de la abuela, más o menos a la altura del pecho, mientras la otra rebana con un cuchillo de mango negro las finas láminas de pan que caen en el barreño, colocado en su regazo. El pan se remojaba posteriormente con un poco de agua y se trabajaba con ágiles movimientos de los dedos. Una sartén grande humeaba, momento en que incorporaba una cucharada de grasa de cerdo que doraría la panceta y el chorizo, cortado bien pequeño, una avanzadilla que dejaría paso a las migas, que se iban removiendo con cariño, pero de forma tan constante como un engranaje suizo. Llegadas a la fuente donde se servían, la abuela las acompañaba con uvas que aportaban frescor a la contundencia del plato. Migas y gachas, presentes en las mesas más humildes, han alimentado extensos territorios, permitiendo comer caliente en época de hambruna.

 

En aquella línea de cocina austera con toques aragoneses, tengo en la memoria las cabecitas de cordero al horno sobre lecho de patatas. Un festival de texturas, que reúne la untuosidad de los sesos, de una finura inigualable, la lengua recia pero tierna o las carrilleras que se deshacen en la boca. Humildad exultante sin florituras. Y qué decir de las patatas con su cebolla caramelizada sobre las que se acomodaba la cabecita, que recogen todos los jugos del asado para llenar de estrellas el firmamento. Ese es uno de mis grandes recuerdos. Espero no ser víctima de una hipérbole gastronómica, pero es seguro que para mí se convertía en banquete, simbolizando la auténtica cocina de resistencia. Podría serlo aún hoy; a un euro y medio las cabecitas de cordero en la Boqueria, a ver quien da más por menos.

 

Como si de un menú se tratara, la tercera receta es dulce. Las rosquillas son un elemento cohesionador. En primer lugar, porque en la mayoría de las casas requieren de ayuda en un proceso de elaboración que puede resultar un tanto laborioso. Entrecierro los ojos y conecto con este nuevo capítulo, en el que me he saltado la intro para contemplar un mosaico de manos pequeñas, grandes, jóvenes o con apuntes de madurez, que empiezan a coger aquella masa de harina, aceite, azúcar, huevos, levadura, ralladura de limón y sobre todo anís, que no falte, para dar un punto al final de la comida, especialmente en aquellos días extraños de silencios e historias silenciadas.  Un trabajo de motricidad fina, como dirían las voces pedagógicas en las reuniones del colegio, fraguado con una de las acciones más divertidas de la niñez: hacer bolas con una masa, jugar con las manos de forma relajante, mientras un manojo de dedos intergeneracionales chafaba la esfera en busca del hueco que quería ser perpetrado. Un agujero contundente, ni grueso ni fino, que otorgaba a la masa su naturaleza de rosquilla.

 

El anillo de masa era conducido hasta una gran sartén, con generoso aceite caliente, listo para freír. La mirada de la abuela seguía el proceso con ojos expectantes, mientras vigilaba que las rosquillas no se doraran de más, para sacarlas con destreza y acomodarlas en el escurre fritos, paso previo a jaspear el cuerpo bronceado de la rosquilla con azúcar granulado y unos generosos chorritos de anís que alegraba el momento.

 

Las rosquillas eran un elemento cohesionador. El día que se cocinaban, se hacían muchísimas y había para toda la familia, incluso para vecinos y amigos; un elemento de los que solo suman. Se podían comer a todas horas, del desayuno a la merienda, o en aquellas partidas de bingo, dominó o cartas que antes se jugaban en casa y hemos substituido por Netflix y Glovo.

 

Llego algo hambriento al final de este primer paseo por las recetas ancestrales maternas. En el linaje paterno, las recetas saben a mar, a vaivenes en barcazas, a recios marineros enamorados del gran azul y a la libertad. Otro día, si les apetece, se lo susurro en palabras.

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