Los anticuchos de Lima, fuego eterno

En una sociedad que se enorgullece de sus sabores nacionales, pero persigue su versión callejera, Anticuchos Carmencita resiste la extinción con temple y buena memoria.

Javier Masías

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Estoy ante el rosado más instagrameable de Lima, el de la pared de la flagship store de la diseñadora Jessica Butrich. Sus zapatos revientan las redes de influencers y celebridades de todo el planeta; de Ciudad de México y Los Angeles a Tokio y Dubai. Pero he venido buscando otro rosado, a unos metros de la tienda, que ha pasado desapercibido para los referentes digitales de estos años: el del interior de los anticuchos cuando no se cuecen en extremo.

 

El olor los delata. Pocos minutos después de las seis de la tarde, la señora Carmen Rosa Martínez Loayza, enciende la breve y decisiva brasa en una parrilla montada sobre un carrito, que ha llevado desde casa a esta acera del distrito costero de Miraflores. El sol se hunde en un mar violeta. Es el atardecer hasta para el corazón de una vaca cortado en trozos, añejado en especias, ají y vinagre desde las siete de la mañana, y puesto a repiquetear en los listones calientes de la carretilla de Carmencita cada día a media tarde, de lunes a sábado hasta las diez y media de la noche. Se forman colas de vecinos, curiosos y entendidos que atraviesan la ciudad para probar su comida, un festín de interiores que incluye mollejas de pollo, pancita y rachi, acompañadas de papa hervida y tres salsas de ajíes y rocoto.

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Carmencita prepara anticuchos desde el 75. Foto: Giancarlo Aponte.

La estrella son los anticuchos, un platillo que Carmencita elabora desde 1975 pero que se come desde hace siglos. Una versión reivindica su nacimiento prehispánico, con corazón de llama y chicha. Otra una adaptación del influjo español, que obligaba a aprovechar toda la vaca, incluso el corazón. La versión más extendida, popularizada por el tradicionalista decimonónico Ricardo Palma, habla de esclavos que recibían las vísceras que sus dueños despreciaban y, adaptándolos a los ingredientes de los que disponían, resucitaban en estas tierras los modos de comer de su África natal.

 

Anticuchos y buñuelos

La imagen más antigua la tenemos en una acuarela de Pancho Fierro, fechada en 1850. Un hombre moreno, con sombrero y manto azul, echa humo por la boca mientras da vuelta a las varillas de carrizo en la que se asan los trozos de corazón sobre una improvisada parrilla. Un ancestro de la parrilla con ruedas contemporánea. En una compilación de sus obras publicada en el 2007, el anticuchero comparte vecindario con la buñuelera, la abuela de la picaronera, una cocinera callejera ya extinta en el barrio donde ejerce su oficio Carmencita, pero que antaño compartía esquina donde quiera que hubiera humo de anticucho.

 

Ese era el ritual de las seis de la tarde, de las tres en los tiempos de Ricardo Palma y Pancho Fierro: oler el fuego ancestral y buscar a la anticuchera más cercana, salivando para anticipar el goce, como generaciones de comelones hicieron antes.

Grimanesa atendió a tres presidentes,

decenas de celebridades locales

y algunos de los empresarios más afortunados.

El olor tenía sus límites, pero la gloria no. A comienzos del siglo XXI la fama de la legendaria anticuchera Grimanesa era tal que la gente viajaba diez kilómetros en auto, para esperar horas en una fila interminable de peatones y Mercedes Benz. Grimanesa atendió a tres presidentes, decenas de celebridades locales y algunos de los empresarios más afortunados de este rincón del universo. Y si no era donde Grimanesa, el anticucho imponía su mandato en casi todos los barrios, de Surco a Miraflores y de Chorrillos a Ancón. Y de postre, picarones con miel en una ciudad que no paraba de festejar su comida en las calles.

 

De la calle al comedor

A algunos vecinos les molestaban los estragos que generaba el amontonamiento de autos y, en lugar de perseguir a los automóviles, persiguieron el sabor. Sus anticuchos pasaron de la calle al salón en una historia de éxito económico y colaboración, promovida como modelo de formalización en un país en el que impera la informalidad, y en el que el comercio ambulatorio ha sido fuertemente estigmatizado.

 

Carmencita recuerda a la Grimanesa que salía con su carretilla a la espalda del colegio Scipion E. Llona, y luego en Ignacio Merino, cerca de donde abriría su restaurante. Hace treinta años un alcalde visionario, Alberto Andrade, formalizó a los ocho anticucheros que cocinaban en las calles de Miraflores y les otorgó licencias. Con el paso del tiempo, las quintas en las que vivían se convirtieron en edificios de apartamentos y tuvieron que mudarse con sus carritos a barrios más remotos. Hoy ya no hay picaroneras en la zona, y anticucheros solo quedan dos, uno en Choquehuanca con Córdoba y ella, unas cuadras al sur, al lado de la tienda Butrich.

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Ya solo quedan dos anticucheras en la zona. Foto: Giancarlo Aponte.

“Primero era una casa”, cuenta de sus vecinos. “Luego La yogurtería de la abuela, después una tienda de antigüedades y ahora Jessica Butrich. Siempre me piden para la tienda. Ella es un amor”, señala. “Son deliciosos”, me comentó una vez la diseñadora, quien eligió este establecimiento en vez de uno más céntrico porque le daba un sentido más real de estar en Lima. “Carmencita felizmente ya estaba cuando llegué”, me dijo.

 

La escucho y pienso en la potencia viva de sus sabores y en la fiesta que arma su sazón en la boca. Repaso los ingredientes de siempre de memoria: corazón en trozos, comino, ajo, sal, ají panca, pimienta, vinagre. “¿Me olvido de algo señora?”. “Uno tiene que preparar todos los ingredientes todos los días. No comprar en especierías”, responde. El violeta del mar da paso a una noche profunda. Se escucha el crepitar de los carbones y la voz de Carmencita en un fondo centenario. “Es solo eso, y el amor”.

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