La panadería chilena y nuestra crisis de identidad

Entre el bien y el bar

Por todos los caminos de Chile aparecen banderas blancas izadas. En la simbología de todo el mundo esa bandera es sinónimo de petición de paz o de rendición, pero acá también significa pan fresco, recién horneado, listo para servir. Nos rendimos ante el pan, para compartirlo, que debe ser la forma más ancestral de comer. Generalmente la bandera blanca está acompañada de un horno humeante de barro donde se cuece el pan, y siempre hay una fila de autos estacionados con familias que pasan a buscar pan para llevar a sus casas.

 

El pan nos encanta en Chile; lo comemos en cada comida. Estamos entre los tres países que más pan consumen en el mundo, junto a Turquía y Alemania. Tanta es nuestra fascinación por este alimento que en cada cocina tenemos un artefacto único para calentar el pan, el tostador, una pequeña parrilla de lata para poner sobre el fuego de la cocina y no conozco chileno que viva fuera del país que no lo tenga.

 

Los mayores de cincuenta crecimos yendo a buscar pan fresco a la panadería una o dos veces al día, y al menos una vez a la semana ayudábamos a hacer pan amasado o sopaipillas en la cocina de nuestra casa. Por lo demás, los sanguches, que también vienen en pan, son parte importante de nuestra gastronomía.

 

El pan va cambiando de ingredientes y de nombre a lo largo de nuestro territorio.

 

En el norte aymara encontramos la kalatanta o una sopaipilla de quinua, dos mil kilómetros al sur puede ser un pan amasado con chicharrones o una tortilla de rescoldo, y bajando otros mil kilómetros un catuto o un milcao. Chile es un país tan largo que rara vez podemos encontrar, probar y conocer todos los panes juntos.

 

He tenido la suerte de viajar mucho por nuestro territorio y, como buen adicto al pan, siempre me sorprende la calidad y la complejidad de sabores y texturas de nuestros panes. Distintos tipos de harina, algunos con levadura y otros no, unos utilizan manteca como materia grasa y otros aceite, algunos con salmuera y otros sal y agua por separado, unos con doble fermentación y otros con fermentación simple…

 

Los panes que comíamos en las ciudades era más o menos los mismos: marraquetas, también conocidas como pan francés o batido, hallullas, colizas, dobladitas de manteca con o sin queso o bocado de dama, por ejemplo.

 

El oficio de maestro panadero era comandado en casi todo Chile por españoles que llegaron a partir de la década del 40, muchos arrancando de la dictadura de Francisco Franco que había comenzado pocos años antes, o escapando de la guerra que arrastraba por Europa el fantasma del hambre y de la muerte.

 

Todavía quedan algunas de aquellas panaderías clásicas, como Guría, en Valparaíso, propiedad de Juan Olaechea, un vasco-navarro que llegó en 1957 desde España a trabajar como panadero a Villa Alemana.

 

Pero algo nos ha pasado

El avance del supermercado cómo modelo de provisión de alimentos para la despensa familiar, obligó a cerrar al comercio barrial; sólo quedaron las panaderías que se pudieron transformar en cadenas. Las otras desaparecieron. El pan se industrializó de tal manera que es muy difícil encontrar el sabor y la textura del pan que acostumbrábamos a comer.

 

Entonces nuevas generaciones de jóvenes aparecieron con fuerza al rescate del oficio panadero, traducido en una infinidad de panaderías y panes con nuevos nombres, dulces o salados, y un denominador común, la masa madre.

 

Al principio fue muy bueno, volvíamos a sentir que resurgían las pequeñas panaderías de barrio, la gente pasaba a comprar su hogaza de pan antes de llegar a casa y todo se veía muy bien. Casi instagrameable. El primer problema es que una pieza de estos panes (precio por kilo) vale el doble o el triple que uno de panadería tradicional, lo que transforma esta nueva manera de comer pan en algo que no era: privativo.

 

Tampoco he visto casi ningún esfuerzo en este tipo de panaderías por buscar algo tan perdido en estos últimos años como nuestra identidad agroalimentaria. Es más, a veces presiento un tipo de vergüenza disfrazada de globalidad en la lista de productos que se ofrecen. Mucho nombre en francés, en ingles y hasta en alemán, para un producto tan nuestro, que llevamos a la intimidad de nuestro hogar, donde se forjan las tradiciones de la mesa familiar.

 

Incluso en los panes dulces o bollería es más fácil encontrar bagels, croissants, muffins o brownies con condimentos de alta gama que un berlín, un pan de huevo, un conejo o uno de los colegiales que devorábamos cuando éramos niños.

 

¿Por qué pasa esto? ¿Qué queremos borrar o qué queremos reescribir?

 

No lo sé; cada generación tiene la potestad de resignificar con sus oficios lo que se le venga en gana. Lo que sí sé es que el gusto colectivo, los sabores y saberes de un pueblo no son fáciles de borrar, porque forman parte de un folclor anclado en nuestro espíritu.

 

Sólo me pregunto dónde puedo encontrar esos panes que comíamos antes, no sólo cargados de memoria e identidad sino también de sabor y peso.

 

Hoy es imposible comprar un pan de masa madre sin pasar por la farmacia a por un antiácido, y el culto al alveolo ha llegado a tal punto que prácticamente no se puede trozar un pan; no queda nada más que aire que pueda soportar un poco de mantequilla. En algunos barrios es más fácil encontrar una baguette que la querida y adorada marraqueta, reina de los panes chilenos.

 

Paz y pan se representan en Chile con la misma bandera. De eso daba cuenta la gran panadería que nos abasteció por cientos de años y de la que hoy sólo quedan rastros en la provincia y muy pocos exponentes en Santiago.

 

Churrascas del maule (pan asado a la parrilla), sopaipillas de la zona central (pan delgado frito de zapallo) o sureñas (sin zapallo y más gruesas), milcaos o chapaleles (de papa) de la isla de Chiloé, catutos mapuche (pan frío de trigo hervido) o tortillas de rescoldo de Colchagua, son algunos de los mejores exponentes de los panes que tenemos en Chile. Como todas las cosas llenas de identidad y memoria, permanecen como tesoros escondidos en las comunidades de la provincia o en la mesa campesina.

 

Hace unos días fui invitado a un asado y se me ocurrió llevar unas longanizas ahumadas de Contulmo. Mala idea. No había pebre sino salsas licuadas, del tipo coliflor con piña. Y al momento de intentar hacer un choripán con esas espectaculares longanizas, el pan que había era de esas piezas de masa madre que ya estaban rebanadas y duras como palo.

Por favor, el día que quieran resignificar el beber un vaso de vino o el bailar apretado me avisan con anticipación.

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