Diría que es casi un juego de equívocos. Parece que entra uno a una tasca de pueblo, pero al sentarse a la mesa le tratan como en un gran restaurante. En el fondo, Masta tiene algo de ambos. Mantiene con convicción los manteles de cuadros y la decoración tabernaria para no alejar al cliente autóctono, pero eleva el listón gastronómico. La Michelin les ha otorgado un Bib Gourmand y acaban ser nominados al premio Cocinero Revelación en Madrid Fusión.
A pesar de ese aspecto de bar de barrio, la carta de vinos les delata. Una colección impresionante de referencias atípicas, muchas de las cuales solo serán apreciadas en un primer vistazo por verdaderos enófilos. Están ordenadas en función del precio, una forma discreta de tantear hasta dónde quiere llegar cada cual a la hora de probar cosas nuevas. Las etiquetas de pequeños viñadores por descubrir están seleccionadas –me atrevería a decir comisariadas– por Judit Ayago, que brinda un servicio impecable sin necesidad de afectación, a tono con el espíritu del proyecto. En la breve conversación para elegir el vino –donde suelta perlas como «añada culona»– muestra un talento para leer al cliente y adaptar su registro que a veces se echa en falta en mesas de alto copete.

La carta, concisa y cambiante, es una oda a la cocina de siempre sin gota de nostalgia o acartonamiento: una demostración de que ese ‘de siempre’ también incluye el presente. Aunque el anclaje de la propuesta de Gari Arruabarrena y Javier Ochoa esté en sabores antiguos, su técnica y su pulcritud son contemporáneas. Buenas ideas como bañar un cogollo en grasa de chuleta para evocar esa ensaladita que acompaña la pieza de carne al final de una comilona. O mezclar angula de monte con kokotxas de merluza al pilpil en un revuelto de textura inenarrable. O adaptar el repápalo –una receta extremeña para aprovechar el pan duro– al paladar guipuzcoano, metiéndole txangurro.
La prueba de la croqueta la pasan con matrícula. Su truco, añadir el jamón al final para no sobrecocinarlo y apostar por un rebozado finísimo, en las antípodas de las armaduras de panko que se estilan hoy en día. El cardo con alcachofa, crema de castañas y limón es un plato de puro invierno planteado de una forma inédita y el salmonete a la brasa sobre zurrukutuna muestra delicadeza y hondura marinera a partes iguales

Con las albóndigas de jabalí –su gran éxito temprano– deshaciéndose en el paladar, piensa uno que el futuro de la cocina vasca quizá no haya que buscarlo en las estrellas y las listas globales, sino en estas tabernas jóvenes que, como sus abuelos de la Nueva Cocina Vasca, se atreven a mirar al pasado de una manera distinta.
Lejos del ruido
Su caso no es aislado, en los últimos años un puñado de jóvenes profesionales formados junto a grandes nombres de la gastronomía nacional e internacional se alejan de las grandes ciudades para buscar refugio en espacios más bien modestos, dignificados por un buen hacer en la cocina y el servicio aprendidos en años de formación. Gari, donostiarra, y Javier, navarro, llevaban tiempo rodando en distintos locales de Madrid hasta que surgió la oportunidad de hacerse con esta taberna de Zarautz, donde Gari había estudiado en la escuela de Arguiñano. La llegada de Judit les ha ayudado a afinar el servicio y elevar el listón de la carta de vinos.
