Rayuela, el restaurante de la Viña Viu Manent ubicado a unas dos horas de Santiago de Chile, marca caminos. Tiene alrededor de quince años de existencia, y aunque siempre se ha comido bien, no fue hasta la llegada de Maira Ramos, en 2021, cuando se volvió importante.
El trabajo de Maira, la joven mendocina que llegó hace nueve años al Valle de Colchagua a dirigir el proyecto de Francis Mallmann al interior de la viña Montes, es singular. Lo es, porque su cocina se asoma a los nuevos tiempos desde el producto: es fresca y muestras ideas y compromisos, da cuenta de un buen dominio técnico, desarrolla platos con mucho sentido común y deja entrever una sensibilidad exquisita.

Su cocina usa las herramientas eclécticas que ha reunido a lo largo de su trayectoria en Mendoza, España, Nueva York y Uruguay, para crear algo inconfundible, lo que llama “lugares felices”. Y no, no es por la espléndida terraza con una vista panorámica a los viñedos, al club ecuestre y a los cerros de Apalta en los que se goza de la propuesta; tampoco por el agrado y la paz de comer debajo de la higuera observando una cocina de fuegos y bebiendo las excelentes referencias de una bodega reconocida en Chile y que dirigen dos de los hombres fuertes del vino en el país, José Miguel Viu y Patricio Celedón. Lo es, porque escapa de la norma pretenciosa de comer al interior de una bodega de vino, porque apuesta por la normalidad frente al juego de apariencias, por el calor de la cercanía en lugar de la frialdad de la moda, por el sabor de la memoria contra la distancia de lo ajeno, por la cocina de temporada frente a la uniformidad.
Repaso la carta, veo la morfología de los platos y las alertas se disparan. La primavera es una estación de transición, cuando la tierra desnuda se transforma en algo vivo y prometedor. Aquí pasa algo y todo indica que merece la pena. Para empezar, una genialidad de betarragas (remolachas), con cremoso de cabra de textura y acidez exquisita, naranjas, pistachos producidos en la zona, alcaparras fritas, cebolla, hierbabuena y chips de ajo. Las remolachas están cocinadas al rescoldo, una técnica de cocción prehispánica que consiste en utilizar el “rescoldo”, es decir, las pequeñas brasas aún candentes que están entre las cenizas, cocinando en ellas alimentos directos o envueltos. La ligera nota a humo y la acidez alcalina que le aporta, así como la textura, lleva este vegetal a un lugar diferente.
Dudas surgen de refilón con el tiradito de pesca, que también sirve con lo que llaman un ensopado de betarraga, palta, frutilla y huacatay. Algo anodino el sabor del pescado, bañado con tanto jugo de vegetal. Un plato mejorable.
La degustación sigue con croquetas de jaiba, para las que usa la famosa variedad limón capturada en la costa de Pichilemu a una hora y media del restaurante, más elegante y sedosa. Resultan suaves, de gusto profundo, un hito entre los entrantes, al igual que las empanadas de pino (relleno que consiste en una mezcla de carne de vacuno, cebolla, especias) que aquí elaboran al estilo mendocino, para el que usa la parte del filete cortada a cuchillo, receta muy jugosa, y que sirve con ese emblema de salsa campesina chilena llamada chancho en piedra, cuyo nombre proviene de chanchar en mortero sus ingredientes: tomate, ají verde fresco, cebolla y cilantro. Excelentes
Entre los fondos, tres apartados dan cuenta de la variedad de la propuesta. De la cocina salen pastas y milanesas vegetales; del horno de barro, cordero, cerdo, pollo en forma de escalopa, y de la parrilla pescados, carnes de vacuno con y sin hueso.

Pruebo el asado de tira, resultante del corte transversal del costillar de vacuno, cuya popularidad se debe a la jugosidad y sabor que le aportan el hueso y la infiltración de grasa. Al corte, la carne presenta las tres tonalidades características, la corteza retostada y crujiente con la capa interior sonrosada. Nada distinto de lo esperable salvo que el sabor y la terneza de la carne alcanzan el sobresaliente. Sigo con la porchetta de cerdo, que sale de horno de barro, la que reviste problemas. Corteza deshidratada, chiclosa y carne seca. Inteligente la guarnición de puré de coliflor con pera encurtida y cebolla. Sin duda, el trato a los vegetales en esta casa son un valor al alza.
Completan la carta una piscina de marisco vivos, en las que degustar ostras y almejas rosadas de Chiloé, algunas opciones infantiles que podrían mejorar claramente; acompañamientos y alrededor de seis postres, los que marcan otro punto altísimo en la cocina de Maira. La pavlova, con cremoso de hojas de higuera, cerezas y huacatay es un canto al amor; lo mismo que el chocolate con cremoso de maní, albahaca, frutos rojos y aceite de albahaca.
Conozco hace algunos años a Maira, y su espíritu reposado, reflexivo y contracorriente al tiempo, me recuerda a Alice Waters, la pionera californiana del movimiento «de la granja a la mesa». Ambas me resultan una fuerza radical para las mujeres en la cocina, audaces en su convicción de que la comida con raíces en la naturaleza podía ser transformadora.
Le queda camino por recorrer para redondear sus propuestas y darle más impacto a algunas combinaciones, pero su inquietud, técnica, atrevimiento y sobre todo voluntad de saber y necesidad de avanzar, es lo que hace de ella, una de las nuevas voces relevantes de la cocina en Chile. Una voz que nace desde las regiones.
