Antes que el día claree, el bar El Diamante está abierto y recibiendo parroquianos, como viene haciendo desde 1949. Tiene la nevera más antigua de Málaga y una estantería de madera que la edad hace estimable, aunque la estética no figure entre sus prioridades. Uno de los clientes de la barra le acerca el café al joven ejecutivo sentado en la única y diminuta mesa del interior, cuyos dedos bailan claqué sobre el teclado del portátil. El solícito parroquiano pregunta por el Papá Noel que solían poner sobre la barra en Navidad. Sin dejar de tostar pan, la dueña dice que lo tiene castigado en el altillo. Entran otras habituales: dos barrenderas muy abrigadas bajo sus uniformes reflectantes. Piden un café largo en vaso. La barra se va llenando, y los más valientes empiezan a coger las sillas apiladas en la puerta y se sientan en las mesas de terraza.
A pocos metros de la Málaga turística que desayuna tostadas de aguacate, sobrevive un bar toda la vida. A Javier Rueda, malagueño afincado en Madrid, le reconforta hacer la entrevista en un sitio así. Es sociólogo y politólogo, profesor en la Universidad Complutense de Madrid, y pionero en el estudio de los bares como espacios de socialización. Su libro ‘Utopías de barra de bar’, analiza los bares rurales como espacios clave para la vida comunitaria y la lucha contra la despoblación, tema que abordó en su ponencia en el Foro de Tabernas de San Sebastián Gastronomika 2025.

Los bares juegan un papel importante en nuestra socialización, pero hasta ahora nadie los había investigado desde esta perspectiva. ¿Cómo llega a convertirlos en objeto de estudio sociológico?
Mi trabajo final de máster iba a versar sobre el movimiento asambleario. Con el tiempo, empiezo a darle vueltas a asambleas cotidianas que se desarrollan en otros espacios y surge el tema de los bares.
El bar en España tiene bastante más tradición que el movimiento asambleario.
Los bares han cumplido en este país un papel muy importante, porque los regímenes autoritarios han impedido el desarrollo de una sociedad civil fuerte. Cuando empecé a investigar, me sorprendió lo poquísimo que se había escrito sobre bares desde el punto de vista sociológico.
Y decidió llenar ese hueco.
Justamente. Empecé el trabajo de campo para el doctorado en febrero de 2020, y en marzo se declaró el confinamiento, que hizo que los bares se reconocieran como un espacio capital del acervo cultural, identitario, e incluso político.
¿La alta cocina es planificación, precisión y escenificación, mientras que los bares son caos y espontaneidad?
En la alta cocina hay un proceso de extracción: Yo extraigo una práctica culinaria y, usando la creatividad, la sofistico hasta convertirla en algo diferente. No le quito valor, pero el proceso de extracción se deja algo atrás. Esos restos son lo ordinario, que es la esfera a la que pertenecen los bares. Cuando obviamos lo ordinario para destacar lo importante, se van cayendo pedacitos pequeñitos de vida. Esa obsesión por lo importante te impide descubrir esa verdad que nos cuentan las cosas cotidianas.
El restaurante es una institución burguesa. ¿El bar es lo popular?
Desde el punto de vista arquitectónico, el restaurante es una emulación de la casa burguesa del siglo XIX: Tenemos la entrada, tenemos la cocina y las zonas de servicio, y luego, la joya de la casa, que es el comedor. En cierto modo, lo que haces en el restaurante es arrendar un servicio de casa. Eso en los bares no ocurre.

¿El restaurante sería una escenificación y el bar algo orgánico?
Son códigos distintos. En las ciudades tabernarias es frecuente la figura del camarero borde al que has de ganarte. En el restaurante eso es inimaginable. En el bar las cosas funcionan de otra manera. Hay una negociación, y cuando esa negociación se supera, entras en la comunidad y ese lugar se convierte en tu sitio. El bar te brinda una sensación de protección y de pertenencia.
El bar es una comunidad de iguales…
Totalmente. Ya en el siglo XVIII, en la taberna aparecían el comendador, el alcaide y el borracho, y era un espacio de encuentro entre gentes distintas.
Hasta antes de ayer, en muchos bares no podíamos entrar las mujeres solas.
Sí. He entrevistado a mujeres que habían dejado de ir a sus bares de toda la vida al fallecer su marido. El bar no es un espacio que haya que idealizar. Hay dos elementos fundamentalmente problemáticos: la discriminación de género, agravada en las agresiones sexuales, y el tema del alcohol.
¿Fomentan los bares el consumo excesivo de alcohol?
El problema del consumo de alcohol excesivo es flagrante, aunque creo que hay una cierta capacidad de control social mayor que en las casas. Son problemas graves donde hay que intervenir no con autorregulación, sino con regulación real, con políticas de prevención, con atención de los servicios sociales. Pero, para mucha gente sola, el bar es el último lugar donde encuentran un gesto de humanidad y donde se lleva un mínimo control sobre si esa persona está viva o muerta, bien o mal. Insisto, no son espacios ideales, tienen sus problemas y a veces conflictos gordísimos, pero son espacios humanos.
¿En una sociedad con una tendencia cada vez mayor al control van a caber los bares?
Los establecimientos tabernarios han sido y son los más regulados. Cualquier normativa sobre cualquier aspecto de la vida en común toca los bares: higiene, trabajo, ruidos, desechos … Pero yo reivindico muchísimo el desborde. Un bar tiene mucho más que ver con una verbena que con un restaurante: se produce el encuentro, se monta la fiesta, pasan cosas… En una sociedad tendente a un control cada vez mayor, una opción es que no haya sitio para los bares. Yo no la comparto, pero creo que también nos vamos dando espacios de socialización diferentes.
Una de las tendencias es la disminución del consumo de alcohol, la preocupación por la vida sana, también entre la gente joven.
Si un día se abandona por completo, va a suponer un cambio antropológico interesante, porque el consumo de alcohol ha definido muchísimo las relaciones sociales desde tiempos ancestrales. Eso no quiere decir que sea bueno ni malo. Creo que la vida se abre camino, y que van a surgir y ya están surgiendo espacios de encuentro alternativos, porque la gran pregunta al final es dónde nos juntamos.

Los incendios que han arrasado buena parte de España este verano han puesto de manifiesto el problema de la despoblación rural. En San Sebastián Gastronómica, usted habló del papel fundamental que juegan los bares en la vida de estas comunidades. ¿cómo se puede recuperar el bar del pueblo en estos lugares?
En ‘Utopías de barra de bar’ identifico varias vías. Una es la institucional. Los poderes públicos de un municipio de 200 o de 50 habitantes, pueden hacer ofertas como alquileres simbólicos de un euro, ofrecer subvenciones y desgravaciones de impuestos municipales, o directamente, pagar los gastos de luz, gas o agua para poder subvencionar el establecimiento. Lo están haciendo bastantes municipios. Luego está la vía más voluntarista de la gente urbana que llega; el concepto neorrural, que a veces tiene poco en cuenta a las comunidades que ya viven ahí y acaba derivando en la conversión de lo rural en parques temáticos.
También hay quien llega para aportar.
Sí, hay una parte más positiva de la gente que entra; una forma de entrar super interesante de comunidades migrantes. Frente a modelos de explotación que proponen la guetización de la población migrante y generan muchísimos conflictos, en este caso la entrada es como un goteo, donde, de repente, llega una familia a un pueblo pequeño que ha publicado una oferta para vivir y llevar pequeños negocios.
¿En este caso no se observan problemas de racismo?
En los pueblos pequeños, más que racismo, lo que yo he encontrado es desconfianza hacia la gente de fuera, sean marroquíes, alemanes o madrileños. Es algo comprensible, porque mucha de esta gente ha vivido el trauma de ver cómo su pueblo se moría, cómo cerraron la escuela y el bar, como ya no hay niños, y de repente llegan unos señores de fuera, y… En un pueblo estuve entrevistando a una chica extranjera. Al llegar a España había pasado por Madrid y le había ido mal, y de repente, encuentra un espacio para poder crear un negocio. Ella era muy mística. Llega a un pueblo perdido de 300 habitantes una mujer de otro país que lleva el bar y ofrece masajes tántricos. Claro, los vecinos reconocían que al principio les daba bastante miedo. Pero luego sucede el roce cotidiano. Vas todos los días a tomarte el café, ves que la mujer trata bien a los niños y a los ancianos, y además, es la primera persona que mete hamburguesas en el bar del pueblo. La gente termina hablando de ella con mucho cariño. Y esto no lo he observado solo con personas latinas, sino con gente de otras culturas.
La gran arma del fascismo es la deshumanización, pero la deshumanización desaparece cuando conoces a la gente… Y luego, en zonas con más tradición organizativa, como Asturias o Euskadi, hay pueblos de 15 o 60 habitantes donde cierra el bar y lo abren ellos mismos, aunque sea haciendo una copia de la llave para cada uno. El bar queda reducido a una cafetera, una nevera, una barra, y una cajita donde la gente pone la contribución.
El problema es que, por importante que sea el papel del bar, en la España despoblada siempre juegan en desventaja…
Sí, y cabría hacer algunas preguntas críticas.
¿Por qué las marcas de cerveza hacen descuentos a otros y no hacen descuentos para que puedan sobrevivir este tipo de establecimientos?
Para los bares de pueblo, la subida de cinco o diez euros en el barril de cerveza puede ser una sentencia de muerte, porque si tienen que subirle diez céntimos por caña a gente que va todos los días y se toma tres cañas, al final eso es dinero, y la gente termina por tomarse la cerveza en casa. Sin embargo, no hay iniciativas en ese sentido.
Donde hay poca gente, se pesca menos.
Depende. A medio plazo, un gesto así te puede reportar beneficios, porque terminas controlando la oferta en la zona, y además, fuerzas al resto a bajar también los precios.
El cierre de un solo bar de pueblo no afecta, pero cuando cierren mil o dos mil bares en mil o dos mil pueblos, la pérdida se vuelve significativa. El problema es que hace falta hacer ruido, o que alguien crea de verdad que es importante hacer algo, porque a todos se nos llena la boca con el mundo rural, pero nadie mueve un dedo por él.
