Madre e hija, ambas agrónomas, conversaban calentitas en la cocina. Las botas impermeables, como es costumbre en la lluviosa región de los Ríos en Trevelin, esperaban afuera. Al lado del fuego a leña, Viviana preguntó a su madre, pronta a cumplir 72 años, qué le gustaría hacer. La idea de dejar de criar las ovejas que podían ver desde la ventana rondaba a Zita desde hacía ya un tiempo. Mirando hacia afuera, recuerda Viviana, la madre le respondió sin pensarlo mucho: «¿Sabes qué me gustaría? ver esto plantado con uvas».

“Como ella es más embalada que uno, en tres tiempos tenía todo resuelto. Alcanzamos a hacer un estudio agroclimático con un especialista de la Universidad de Chile, que determinó que las cepas idóneas para el lugar eran pinot noir, pinot gris y chardonnay. Había más, pero elegimos estas”, cuenta Viviana, hoy a cargo del enoturismo y la cocina de la pequeña viña familiar.
Zita, averiguamos, es un antiguo nombre que le viene como anillo al dedo a su madre, menuda e hiperactiva: “se asocia a una niña pequeña, de buena fortuna, buscadora”. Nuestra Zita nos cuenta que creció entre juguetes de madera, bajo la sombra de sus hermanos mayores, todos hombres. El lema de su padre, un artesano de la vida: «si no sabe, ingénieselas».
Una cadena de favores
Las ganas de tener vides en sus verdes lomas comenzó por culpa de unas parritas de uva de mesa que le regaló a Zita una amiga. No les dio mucha importancia dentro de su huerta. Que no era cualquier huerta lo vamos entendiendo mientras recorremos su precioso campo, con jardines colindantes a la selva valdiviana; su tranque rodeado de copihues rosados y blancos y la mini bodega, una chochera que ha construido al lado de su casa. En forma circular tenía todos los berries que podamos enumerar; arándanos, frambuesas, zarzaparrillas, grosellas, frutillas… La construyó sobre el típico suelo de cancagua, igual que su casa. Un suelo difícil, que absorbe mucha agua durante primavera y verano. “Muy utilizado antiguamente como ladrillo, nos explica Zita, para la construcción de chimeneas y los fuertes españoles en la zona”. Sobre la cancagua puso paja y tierra fértil para que el suelo de la huerta fuera más profundo.
Las parritas, entre los berries, dieron uvas, y con ellas hizo el primer jugo que ofreció a un amigo, un ganadero de la zona, Camilo Hornauer. “No sé si la viña de Camilo nació de mi jugo, cuenta, pero al otro año él empezó a plantar viñedos para vino, más tarde me trajo de regalo a mí las vides. Su regalo lo dejé crecer solo, como la parra de mi amiga. A raíz de esas 130 plantas de pinot gris que llegaron a la madurez para vinificación, nos lanzamos con el resto”.

Camilo, hoy también tiene sus propios vinos; muy buenos, muy pocos, como todos en el sur de Chile. Bajo el nombre de Viña Riñihue, los elabora bajo el principio de la menor intervención posible en una de las viñas fundadoras de la región vecina de Los Lagos.
Para empaparse de conocimiento, Zita visitó viñedos en el sur más extremo, hizo vendimias y se consiguió todos los libros y protocolos. “Yo, de uva, ¡nada! Para mi eran las cuatro parras, ovejas y vacas. Yo era de praderas, que no exigen más que nitrógeno, potasio y calcio. Luego me topé con que los microelementos son importantes. Ahí me enamoré de esta guagua (bebé) que es bien difícil de criar”.
Después de un año con muchos problemas de hongos, tomó a Josefina Chahin (enóloga de Viña Kütralkura) como asesora de la viña; quien también le analiza los vinos. “Con la química no me manejo tanto”, dice humilde Zita.
Viña Rebellín, entre la selva valdiviana
En su acogedora casa en las afueras de Valdivia, un día de lluvia en otoño, Zita y familia nos reciben con sus primeros vinos sobre la mesa. Este año ella cumplirá 80. Sus etiquetas llevan las flores del entorno. No había que ir lejos.
El campo donde hoy se encuentran las 3.5 hectáreas de viñedos de su viña Rebellín (nombre del sector ubicado en las afueras de Valdivia), suma 20 hectáreas de bosques y 10 de praderas.
Zita cuenta que cuando lo compraron junto a su marido, el médico traumatólogo Pedro Valdivia, era muy difícil imaginar su potencial ganadero. “Tenía un sendero entre un bosque de grandes árboles, se asomaban las quilas (bambú chileno) y aparecían entre medio flores de pelú pelú. Me lo imaginé sin las quilas y propusimos comprarlo. Lo limpiamos y apareció lo que es hoy”.
En productora de vinos en el sur del Chile, se convirtió, confiesa, no por el tema del cambio climático: “Llegué al vino por las viñas, fue un sueño que apareció de frente. Me encanta visitar edificios especiales. La arquitectura de la viña es muy linda, tiene las curvas, las estructuras, su paisaje me encanta. Lo encuentro armónico”.
Así fue como sacaron las ovejas y decidieron no eliminar su compleja cobertura vegetal. “Somos sur, somos Valdivia, la viticultura tiene que ser diferente a la de la zona central, la cobertura vegetal no se seca ni se saca, es regenerativa. Se hace un hoyo para plantar la vid y se mantiene la pradera”, explica.
Sus primeras uvas de pinot gris las hizo vino. Con mucho aroma pero muy ácido, se lo ofreció esta vez al viñatero de Colchagua José Miguel Viu, quien estaba de visita a la zona. Fascinado con la idea de viñedos en Valdivia, Viu había ido a visitarla. Entonces, le recomendó a su jefe de campo para que la ayudara en los primeros pasos.
La fascinación de Viu por este viñedo en Valdivia, fue la misma que tuvieron al saber del proyecto el grupo de investigación de cambio climático que se gestaba en la Universidad Austral. Con ellos, Zita estudió las cepas de levaduras nativas que había en sus uvas, las había peligrosas para la saccharomyces cerevisiae, por lo que prefirió usar levaduras comerciales.

Conociendo los otros proyectos vitivinícolas en el sur de Chile fue como Zita eligió hacer todo el proceso en su parcela. “He tenido muchos enólogos que me dan sus recetas, y yo me digo: hazlo por ti misma, porque cada cual tiene una cosa distinta”.
Las variedades fueron plantadas sobre sus dos tipos de suelos. Así, tiene el chardonnay frente a la laguna, sobre un suelo frío, rojo arcilloso profundo. El pinot noir está en dos sectores diferentes; uno sobre un suelo muy delgado, sobre la cancagua, donde le ha costado mucho establecerse pero la uva logra dulzor y los mínimos 11,5° para ser considerado vino. Allí nació el rosado 2024, con 12°. Ya embotellado, es un vino con notas de jalea de membrillo en nariz y boca, peligrosamente fácil de beber. El otro pinot está en un sector del otro lado del camino, cerca del río, donde viven sus hijos. Con apenas 10°, sin duda es el vino más particular de la familia. No tiene prácticamente volumen en boca; sí fruta negra, con notas a la selva valdiviana, húmeda, con sus grandes árboles, helechos y lianas. Además, con una deliciosa acidez, punto común entre todos sus vinos.
Con sus pinot y lo poquito que tiene de pinot gris, este 2025 hizo más espumantes método tradicional. Con un poco más de su chardonnay, la variedad estrella, sumará ahora cuatro vinos diferentes con burbujas.
Ya embotellado, su chardonnay tranquilo 2024 es un vino cristalino, de aromas muy sutiles, y una boca delgada, filosa. No hay barrica en ninguno de sus vinos, en una apuesta por querer mostrar todo el potencial de la fruta que nace de un lugar especial, que vale la pena conocer.
Felizmente Viña Rebellín ya está abierta a visitas y es Viviana quien está cargo de ello, junto con sus ventas. De las comunicaciones se encarga otra mujer de la familia; su hija.

Viviana Valdivia también está a cargo de la creación de los maridajes para los vinos con productos locales, y es así como nos habla del concepto de “cocinar vinos”. Para ella y su madre, hacer vinos tiene mucho que ver con la cocina: «A las dos nos gusta cocinar, y para hacer buena cocina necesitas buenos ingredientes. Hay cantidades precisas, cierto, pero hay otras que regulas según tu paladar». Lo que más le fascina del proyecto es poder hacer un muy buen vino y conectarlo con el espacio y la comida.
“Queremos que la gente nos visite todo el año», agrega, «porque aunque en invierno no quedan hojas en el viñedo, tenemos historias por contar y nos sentamos a la mesa con buena cocina y buenos vinos. El paisaje afuera hace el resto».
La visita a la viña Rebellín cuesta 75.000 pesos por pareja e incluye tres vinos. Para grupos de cuatro personas en adelante cuesta 30.000 pesos por persona (31,80 dólares). ¿El valor de los vinos? Por ahora, una ganga, por calidad y también por la poca cantidad.