Receta (2). Un relato

Había aprendido el Tisha b’Av, día de ayuno que representaba la jornada más calamitosa del pueblo que decidió adoptar como propio -aunque nunca supo que la sangre semítica sí corría por sus venas desde hacía generaciones-, una jornada de tribulación por la tristeza padecida, los cinco desastres ancestrales… si bien los múltiples problemas cuya tarascada él mismo sufriría más tarde, le llevarían a pensar que quizás había personas para las que el Tisha b’Av era perpetuo. Aún con su desgracia congénita, jamás cuestionó la gravedad de los eventos talmudicos o mishnánicos por los que, a decir verdad, solía ayunar de más y no siempre por propia voluntad.

En la cocina, sendos hornos de grandes dimensiones funcionaban a pleno rendimiento, cociendo pan ácimo y masa de levadura por igual, manejados éstos por los fibrosos brazos de dos corpulentos mulatos con poderosos torsos cincelados en ébano que apenas cubrían con un delantal.

Dijo algo en francés, pero ni siquiera recibió una mirada. Lo intentó con el escaso inglés que había aprendido en las calles portuarias, consistente en su mayor parte en insultos dirigidos a su persona, y fue igualmente ignorado. Caminó por la tahona contemplando cómo los discos de pan ácimo eran introducidos a través de un agujero central en una larga vara, probablemente dispuestos para su transporte. La gama de panes, con o sin levadura, que entraba y salía de aquellos hornos era inmensa: pistolas, pistolines, hogazas, chapatas, trenzas, chuscos… En unas bandejas de madera superpuestas en un ingenioso mueble, yacían inertes los pedazos de masa cruda a la espera de ser sometidos a todos los infiernos para obrar la transformación que los convertiría en un sabroso manjar y cuyo proceso trajo a la mente de Marcel Souvestre la metamorfosis de los insectos; larva, pupa e imago; amasar, reposar y hornear, coligiendo que todos los elementos existentes estaban enlazados en la grandeza del universo, cumpliendo cada uno un propósito, sin necesidad de mayor explicación sobre el sentido de las cosas. Todo es sucesión, se dijo.

Pero no olvidaba el aroma excelente e inescrutable. Acorraló las señales difusas que alcanzaban su nariz hasta dar con los panecillos, recién horneados, envueltos en un gran paño seco para preservar su temperatura, reposando todos ellos dentro de un azafate. Tomó uno y sin pensarlo, hambriento y curioso (hay quien sugiere que ambos estados son el mismo), arrancó un pedazo con sus dientes consumidos. El sabor substancial que liberó aquel bocado fue superior a cualquier otro que hubiera paladeado antes. Era un gusto primigenio, un sabor único y diferente, la conjunción certera de ingredientes, el dejo perfecto.

En pleno declive del éxtasis tuvo esa extraña, paranormal sensación de tener una mirada incisa en su nuca. Giró su cuello tanto como le permitieron los vendajes y cuando su sistema nervioso ya se había dispuesto a recibir algún castigo, lo que encontraron sus ojos fueron unos órganos de función análoga, mas éstos eran bellos y gentiles, grandes, de un delicioso color caramelo, abanicados por pestañas de longitud inverosímil. Se trataba de una joven de hermoso rostro redondeado, sonriente, y alegres mejillas sonrojadas. Su melena cenicienta estaba envuelta en una cofia y lucía un delantal bordado. A su lado había otra mujer más mayor con la que compartía facciones y que el francés supuso su madre.

Marcel habló, tartamudeando en francés; luego se presentó en inglés e intentó expresar un conjunto confuso de ideas sobre su origen con ablativa ineficacia.

En un principio, las mujeres se limitaron a escucharlo sonrientes, pero en un momento dado la más mayor se llevó el dedo índice a la boca y reclamó silencio. Marcel calló y las mujeres, mímica mediante, lo condujeron a otra estancia donde le dieron de comer. Eran excelentes guisanderas ambas, compenetradas con maquinal precisión en las tareas que realizaban. Los mulatos, que resultaron ser tres, se unieron a la mesa, aunque comieron en otro extremo de la misma. El francés respetó el silencio y abordó las viandas con avidez, mientras las mujeres les observaban manifestando los rostros satisfechos de unas madres que alimentaran a sus amados hijos.

Luego fue acompañado a su cuarto, donde uno de los mulatos le ayudó a tenderse en la cama y descansar. Tuvo sueños remotos en los que asumía otras personalidades, otros nombres, diferentes papeles en una infinita obra universal, entendiendo lenguas extrañas, viviendo experiencias que le eran por completo ignotas, concibiendo sabores y aromas excepcionales. Cuando despertó, confuso, retenía algunos de estos últimos en su memoria como si, a pesar de jamás haber formado parte de su experiencia, le hubieran sido transmitidos por ciencia infusa.

En días sucesivos continuó recuperándose, comiendo y durmiendo, ganando peso hasta que una buena capa de piel arropó sus dolorosos y afilados huesos. Nadie le dirigió palabra alguna en esa temporada ni recibió atención por las suyas, pero pronto descubrió que la comida era el medio de expresión de aquellas mujeres singulares, cuando noche tras noche soñaba y poco a poco comprendía la dedicación obsesiva de ambas hacia las artes culinarias, especialmente manifiesta en el pan que, según coligió, abandonaba cada mañana la casa, probablemente para ser vendido. No encontró ninguna salida que lo llevara a la calle, y sin embargo sí halló varias puertas cerradas con llave, una de ellas en la misma cocina. En uno de sus silenciosos paseos por la intrincada vivienda, Marcel se topó con un glorioso patio interior en el que coexistían toda clase de hortalizas y árboles frutales, ajenos en apariencia a la desapacible climatología inglesa, a juzgar por los hermosos y aromáticos frutos que daban. En un pequeño cobertizo reposaban palas, rastrillos y otros aperos con los que, visto el espléndido estado del suelo, se trabajaba con frecuencia la tierra de aquel huerto urbano. Tomó una manzana y al morderla supo que nunca antes había probado una: todas cuantas había comido antes eran, a partir de ese momento, algo completamente distinto que no merecían llevar el nombre de ese fruto que ahora paladeaba y, por incomparable, resultaba utópico.

Marcel Souvestre, sujetando una manzana como otros grandes hombres habían hecho en el pasado, llegó a la brillante conclusión de que el destino, compensado como correspondía a su intrincada matemática, le brindaba la posibilidad de resarcirse ahora de tantas desdichas, sugestionando su mente hasta convencerse de que tras tanta maldad sufrida en sí mismo, no habría, en realidad, nada de malo en devolver de motu proprio algo de la misma a sus semejantes, incluso si dicha retribución la recibía, por azar, alguien sin culpa alguna.

Maquinó así aprender el secreto de la receta de aquel pan cuyo sabor le obsesionaba, robando para sí el conocimiento, pudiendo llevarlo de vuelta a París donde conocía a un próspero panadero, quien había servido a las órdenes del capitán Danjou en la batalla de Camarón en México, sobreviviendo en la más gloriosa degollina de la Legión Extranjera a cambio de una mano, coyuntura que le sirvió para sustituir ésta por un curioso artefacto que le permitía acoplar a su brazo distintos implementos, entre ellos un rodillo.

No había conseguido hasta el momento ver a las mujeres panificando y supuso que ello se debía a que realizaban dicha actividad antes de despuntar el día. Esa noche tomó varias jarras de agua antes de dormir, como hubiera aprendido durante su breve tránsito por el ejército -cuando un capitán decidió expulsarle, convencido de que Marcel, en uniforme (e incluso sin él), avergonzaba a la Armée, provocando además, con casi toda certeza, una hilaridad en los enemigos provechosa para su moral-. Puesto en marcha el truco, antes del alba la vejiga reclamaría atención, interrumpiendo con impertinencia mingitoria su sueño por profundo que fuera. Y así sucedió.

Sintiendo que transportaba un botijo lleno en su vientre, Souvestre caminó adolorido por el pasillo, con tanto sigilo como le permitía su natural torpeza. Si le veían, sus necesidades siempre podrían bastar como excusa. Aproximó sus ojos a las rendijas de la puerta y observó a las mujeres en plena faena, preparando la masa, cortando y cociendo las manzanas, con la lacónica ayuda de sus ayudantes brunos. Pese a la escasa perspectiva, pudo determinar que la masa madre estaba elaborada con sus ingredientes habituales, así como con una proporción indeterminada de algún tipo de harina o polvo que la más mayor de las damas extrajo de un gran recipiente cerámico que reposaba sin compañía en un alto aparador, como si de una urna se tratara. Quiso entender el francés que la clave se hallaba en aquel compuesto y que una vez descubriera su origen, todo sería cuestión de conocer la cantidad.

Ya no se encontraba dolorido y sus lesiones eran agua pasada. Cuando se miraba en el espejo de latón de una de las habitaciones, Marcel creía haberse devorado a sí mismo, tal era su peso. Tenía fuerzas suficientes como para escapar de aquel lugar con la receta, quizás hurtando algo de dinero o joyas (se había fijado el francés en los medallones de oro, repletos de arabescos y quiméricas figuras, que tanto madre como hija llevaban en el cuello) para permitirse un pasaje de vuelta a su tierra, donde le resultaba más fácil entenderse.

Volvió a la cama con la idea de visitar las cocinas cuando hubiera terminado el trajín. Poco después de arroparse y cerrar los ojos, recordó consternado que había olvidado orinar.

Con la cocina vacía, después de comer, Marcel se encaramó al parco mobiliario para consultar el contenido del ánfora. Estuvo a punto de tirarla, pues era más pesada de lo que parecía, aunque finalmente se hizo con ella. La abrió y en ella apenas había una pequeña cantidad de un polvo cinéreo de olor absolutamente neutro. Ignoraba cómo aquel molido, esas ambiguas partículas, podían conferir un aroma y sabor tan especial al pan. Quizás, se dijo, tenía que ver con el horneado.

(Continuara…)