Camarero antes que fraile

Dejo comanda

Quien más quien menos ha trabajado alguna vez como camarero. En mi caso fueron 20 años sirviendo mesas todos los fines de semana en el negocio familiar, pero seguro que muchos de ustedes han puesto copas en la barra de un bar, despachado menús en una casa de comidas o paseado bandejas en bodas y banquetes. Casi siempre se trata de meter algo de dinero en el bolsillo «hasta que salga algo de lo mío», porque ese ‘lo mío’, casi nunca se refiere a ser camarero. Un oficio digno, por supuesto, pero tenido por poco ambicioso, a años luz del prestigio adquirido por los chefs. ¿A qué niño se le ocurre decir que de mayor quiere ser camarero?

Sin embargo esa primera incursión en el mercado laboral a través de la hostelería puede servir para aprender tres o cuatro cosas, y no necesariamente lo que vale un peine. Un delantal y una bandeja son las mejores herramientas para vencer la timidez propia de la adolescencia y empezar a tratar con desconocidos, más allá del círculo familiar y escolar. Trabajar en equipo, reaccionar rápido, resolver conflictos, jerarquizar y economizar tareas… son conceptos que salen en cualquier sesión de ‘coaching’ laboral, sea cual sea el sector, y que se graban a fuego trabajando en hostelería. Facturas, arqueos de caja, albaranes y hojas de pedido son una primera toma de contacto con la burocracia que después empapela nuestras vidas. Todo eso, sin entrar en lo puramente gastronómico.

Pero hay una parte del oficio que va más allá de lo profesional y que requiere un esfuerzo emocional intenso y constante. Cualquiera que se dedique al sector de los cuidados lo entenderá a la primera. Hay que ser capaz de resultar acogedor y generar confianza en poco tiempo ante completos extraños, ejercitar la paciencia hasta límites insospechados, mantener la calma en situaciones de crisis, o asumir las consecuencias de perderla.

Si se consigue disfrutar del oficio –pero para eso hay que valer– uno puede llevarse a casa conversaciones enriquecedoras, curiosidad intelectual, cierto sentido del gusto –aunque solo sea por acumulación de referencias–, contactos influyentes o amistades duraderas. A partir de ahí uno puede aplicar lo aprendido a la profesión que elija. O quedarse en camarero y dedicarse a hacer feliz a la gente el resto de su vida.

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