La competencia es dura; tiene enfrente a Virgilio Martínez y su cocina de alturas.
Disfruté Bogotá Madrid Fusión hace dos semanas. El programa que propusieron llegaba plagado de oportunidades y muchas se cumplieron. La principal, el reencuentro con el discurso culinario y la responsabilidad sobre el escenario. De lo que vi me quedo con Ricard Camarena, Javier Olleros, Victoria Blumey, Juan Sebastián Pérez, Rodolfo Guzmán… Hicieron lo que se espera de alguien en su posición: cocinar, reflexionar y mostrar las claves (las suyas propias) del trabajo en la cocina. Olleros y Camarena son en parte cocineros a la antigua; los preceptos que rigen su devoción pasan por la visita al mercado o la huerta, una u otra o una después de otra. En otro tiempo era normal -casi cada vez que iba al mercado de Ayala, en Madrid, me encontraba con Abraham García husmeado por los puestos en busca de argumentos que impulsaran la cocina de Viridana-, hoy, cuando más se presume del producto y los fuegos artificiales que lo celebran, es más que nada una rareza. Los hay que cuando caen por un mercado se fotografían salacot en mano, como si fueran de safari. Compran por teléfono. ¿Cómo eligen la pieza que les conviene? ¿Cómo las comparan? ¿Cómo descubren las novedades o las primicias de temporada?
Ricard, Javier y algunos más hicieron lo que conviene cuando llegas a tierra nueva: recorres los mercados. Empezaron por Palo Quemao y se embarcaron en una gira nocturna por el apabullante mercado de hierbas. Los pasearon, preguntaron, compraron, probaron ingredientes que no conocían, los incorporaron a los platos que presentaron en sus ponencias y cocinaron a cuatro manos, completando uno el discurso del otro. Se hicieron de ayudantes entre ellos mismos y sembraron el mensaje más cuerdo de la fiesta, el que concede a la cocina más importancia que al cocinero. Infrecuente en nuestro tiempo y más llamativo todavía en un marco como el latinoamericano, cuyo crecimiento culinario queda supeditado a la obsesión por multiplicar los negocios… hasta que dejan de ser realmente tuyos. Ya sabéis, vendes tu alma a un inversor, te convence de ampliar capital y te acaba dejando en ropa interior. En medio de eso, Olleros daba un mensaje de cordura. “Una vez se me ocurrió servir una boda y casi muero del estrés”, me decía delante de algún joven profesional. Su restaurante, su cocina y sus clientes requieren toda su atención. Se buscan aprendices.
Me aburro viendo cocineros contando una vida y unos logros que hace tiempo dejaron de interesarme, y mucho menos de importarme. El eterno discurso que glorifica el yo por encima del como rezuma caspa. Se desparrama por sacos desde que Netflix los mostró en condición de semidioses capaces de salvar el mundo con un twitt (deberían lanzar más twitts de esos; uno cada mañana), levitando por sus cocinas mientras diseñan una fórmula magistral o ensayando poses de intelectual de cine fórum universitario. Están pidiendo a gritos el que sería el invento más revolucionario de la modernidad culinaria: el Caspolén gastronómico. Para aplicar en aerosol. Sintetízalo de una vez, David Chamorro; por favor.
Lo mejor de Bogotá -seguimos allí- fueron las pocas muestras de auto regodeo que se trasladaron al escenario. Si acaso la de Rasmus Munk revelando el sentido y la intención de los platos más provocadores que sirve Alchemist. Mal asunto cuando alguien tiene que explicar lo que significa un cuadro, una escultura o el plato que acaba de servir. Van convirtiendo la comida en una visita guiada para un público de parvulario. ¿Qué pasaría si comes ese ojo que parece verlo todo sin que te cuenten lo que deberías saber y a lo mejor no te apetece preguntar? ¿O esa lengua que parece un helado de Rocambolesc, tal vez otra picardía del Jordi Roca? ¿Podrías disfrutarla sin saber que encarna la preocupación del cocinero por el cáncer de un amigo? ¿Qué eso sucedió hace años? Bueno, los detalles nunca pueden frustrar una buena idea. Me pones una alcancía de la Cruz Roja sobre la mesa y una servilleta con forma de batín de jardín de infantes antiguo, y nos ponemos a juego. De tanto mirarlo, de tanto encontrarlo en redes, revistas y entradas de Instagram, el ojo de Munk (el del plato, el suyo parece amable) me inquieta. Sabemos que Orwell resucitó y que 1984 está aquí -tampoco es novedad, hace mucho de eso- pero me estremece pensarlo mientras pago 600 dólares por cenar. El paso de la experiencia a la performance inducida exige grandes dosis de vaselina.
Munk fue a Bogotá en busca de adeptos para su causa, que es la de escalar el lugar más alto de la lista que se anuncia el próximo año en Valencia. Viaja, asiste a congresos, sirve comidas a domicilio -cocinó la última noche del congreso en Leo, en el marco de ese mostrarse y hacerse querer que le obsesiona desde hace un año- y mantiene su agencia de viajes a ritmo de marcha militar. Se debe necesitar un batallón para atender, planificar y coordinar la gira mundial de su performance, y además hacerla compatible con el puente aéreo que ha creado entre Copenhague y cualquier lugar del mundo en el que viva o trabaje un periodista que cuente, aunque sea poco, y esté dispuesto a dar eco a su propuesta. Si estás entre los top, el hotel será de cinco estrellas, a juego con el asiento del avión.
La competencia es dura; tiene enfrente el Central de Virgilio Martínez y su cocina de alturas -extraño, cuando llega el pescado no habla de profundidades- que tampoco para en gastos. Viaja, cocina allí donde le dejan, se arrima a los colegas más nombrados y traslada a Lima a lo más florido -también lo más dócil- del periodismo gastronómico. Si Rasmus Munk o Virgilio Martínez no te han invitado a un tour de lujo por sus respectivos patios de juegos es que no eres nadie. ¿Un restaurante de cien cubiertos diarios da para pagar todo esto? Tal vez merezcan el número uno mundial o tal vez no, pero se están ganando a pulso el Nobel de Gestión: nunca los ingresos de un restaurante dieron tanto de sí. En la batalla por ser el mejor restaurante del mundo importa menos el momento que vive tu cocina que lo abultado de la cuenta corriente. Siempre es cuestión de dinero. Podría haber escrito que es cuestión de inversión, pero la vulgaridad del término dinero se ajusta al caso: tanto gastas, tanto vales.
En esta batalla apuesto por Virgilio Martínez y Central. Todos saben, aunque lo callen, que en el imperio 50 Best los votos cuentan menos que los intereses de los Reed, y que llevan años preparando a Virgilio para el gran salto. Necesitan recuperar el negocio en América Latina y Central es su gran argumento.