El video circula en las redes. Reúne a tres o cuatro futbolistas que bromean entre ellos. El que habla es argentino y al menos hay un ecuatoriano que da la espalda a la cámara. “¿Cómo que un cebiche ecuatoriano? Le pregunto al ecuatoriano qué plato nos va a hacer y me dice que un cebiche. ¿Viste? ¿No sabe que el cebiche es peruano? La carne es Argentina, el cebiche es peruano, todos lo saben”, explica entre risotadas y aspavientos en un soliloquio en el que pretende mofarse de la ignorancia del compañero, que llegó a pensar que el cebiche podría ser un plato de su país. Reclama del colombiano la confirmación de su historia, pero las chanzas del bravucón apagan la respuesta.
Los futbolistas del video no son un dechado de sabiduría y tampoco andan sobrados de cultura; unos cuantos lugares comunes, mucha gramática parda y una librería anoréxica, intuyo, y organizada por colores, esperando los libros de autoayuda que ilustrarán retiro. El compañero intenta explicar que Ecuador tiene su cebiche, pero calla cuando el líder agranda el disparate “¿Un cebiche ecuatoriano?, si todos saben que el cebiche es peruano”. Insiste dos o tres veces antes de que el video agote su tiempo. Así funciona cuando se juntan la prepotencia y la ignorancia.
Muchos peruanos podrían ocupar el lugar del futbolista en el video. No por bravuconería, sino por su fe ciega en la peruanidad del cebiche, que viene a ser la base de un mantra tan repetido que acaba perdiendo cualquier significado. El cebiche es peruano, el cebiche es peruano, el cebiche es peruano… Cuanto más repites una historia, más crees en ella.
El primer cebiche con patronímico extraño que se me atravesó fuera del Perú fue el veracruzano (costa Atlántica de México), y sucedió hace casi veinte años en una mesa del antiguo Pujol. Después de eso, lo he visto vender al peso en el mercado de pescado de Ciudad de Panamá, cortado en cubos como el cebiche carretillero de los vendedores limeños, con tomate y pimiento verde cortado en brunoise. En Ecuador he conocido una decena de versiones; todas diferentes, siempre originarias, fieles a sus principios, navegando en aguas propias como las del jipijapa o las formas tradicionales de Quito. Pueden gustar o no, resultar familiares o ser extrañas, pero todas son cebiche.
Hay cebiches a lo largo de toda la costa americana, preferentemente la del Pacífico. Durante mucho tiempo respondía a la necesidad de asegurar la inocuidad y la conservación de pescados y mariscos en medios y tiempos poco propicios. La solución es parecida a la que daba el escabeche en otras latitudes: un baño prolongado en un medio ácido, el limón asegurando la desinfección y una cocción en frío capaz alarga la vida útil de un producto frágil, el añadido de capsaicina (ají, chile…), igualmente desinfectante, y la intervención de aromatizantes -cilantro, cebolla, pimiento, tomate- que ayuden a ocultar sabores sospechosos.
Versionados de una forma u otra, así son los cebiches que se encuentran también en las tradiciones indígenas chilenas -les ha sobrevivido algún pueblo originario-, colombinas o salvadoreñas.
El mérito de la cocina peruana fue convertir el cebiche en un plato de su tiempo… aunque muchos peruanos renieguen de las elaboraciones actuales, y prefieran otras cercanas a las de Ecuador o Panamá. Su acierto fue pensar que en tiempos de pescados muy frescos, líneas de frío e inmediatez en el transporte, la fórmula nacida para tratar productos del mar debía ponerse al servicio del sabor y la textura del producto: tratamientos más respetuosos, mínimo contacto con el limón, anecdótico papel del picante, reducción del cilantro.
¿De quién es el cebiche? Nunca lo sabremos; nace en tierras donde no conocían la escritura. De ser precolombina pertenecería a una región anterior a la existencia de países y fronteras tal como hoy las concebimos. De ser una derivación del escabeche, como aseguran otros, tampoco tendría origen definido. Los castellanos trajeron sus costumbres -en parte latinas, en gran medida árabes, también judías- a lo que algunos han llamado nuevo mundo.
¿De quién es el cebiche? ¿Alguien puede asegurar que sea peruano, ecuatoriano o chileno? ¿Alguien se sentiría mejor por eso? ¿Haría diferentes las cocinas de la región? ¿Cuántas vidas cambiaría?
En España se discutía hace semanas, a gritos y con algunos insultos, el origen de la paella. Que si era vasca porque el recipiente, la paella, es un producto de la industria acerera, que tuvo allí su sede hasta entrado el siglo XX. De allí vinieron, dijo alguien, las paellas y allí se hicieron, aseguraron otros, los primeros arroces más o menos secos, que viene a ser el fin primordial de la paella. El guirigay se escuchaba en las salas de lectura de la Biblioteca Apostólica Vaticana. Seguramente es cierto. No importa. Las cocinas valencianas hicieron suya la paella, el recipiente y la elaboración, hasta darle patronímico a una de sus formas: la paella valenciana. La receta es cambiante y depende de la temporada y los productos disponibles, pero hay consenso a su alrededor. También un marcado disenso sobre el resto. ¿Tiene dueño la paella? ¿A quién pertenece? A quien la hace; la paella, para el que se la trabaja.
Lo hemos vivido con el cacao y el chocolate. El chocolate -chocolatl, en náhuatl- y el cacao del que nace, se dan a conocer al mundo desde los palacios y los mercados de las culturas mayas. El razonamiento es lineal: si el chocolate es mexicano -otra vez las fronteras; también sería guatemalteco- igualmente el cacao. Queda demostrado el origen amazónico del cacao, y en zonas de ese territorio se han encontrado restos de cacao fermentados que anteceden en mil trescientos años a los primeros localizados en Mesoamérica. Entonces el chocolate es ecuatoriano, dicen por estas partes. No importa que el mucílago fermentado no sea parte del chocolatl, o del chocolate. El nacionalismo culinario hincha pecho y convierte el hígado en órgano rectos del pensamiento.
La de la paella se quedó chica con la del pan con tomate. La colaboradora gastronómica de un programa de la cadena Ser -también en la radio empiezan a contar más cuantos seguidores tienes en Instagram que el conocimiento– perpetró una de sus emisiones largando que había sabido de buena fuente que el pan con tomate era un invento murciano. ¿Las fuentes? Clasificadas, como los documentos del Pentágono. Seguramente, la hermana de un amigo del cuñado de un panadero de Totana, con el que un vecino de su suegra coincidió en una romería en Andújar. La combinación de pan, aceite de oliva y tomate es frecuente en las cocinas populares españolas siempre embarcadas en la lucha por la subsistencia, como en otras del Mediterráneo; Italia sin ir más lejos. Hay sitios en los que le llaman gazpacho, o salmorejo, o llegados a un nivel de elaboración más alto (calor mediante), pizza. Sea como sea, solo ha habido una cultura que lo haya extendido su presencia a las comidas. ¿De dónde es el pan tumaca? De donde se pone en las mesas. Lo demás, disquisiciones de mesa camilla
Y así podríamos seguir por arepas, con y sin huevo, tamales, cazuelas, ollas, pucheros o cocidos. Conozco colegas y eruditos que llevan cuarenta años discutiendo el origen balear o francés de la mahonesa. ¿De dónde es la mahonesa? Cuando como un plato que la lleva, me importa bien poco el nombre del inventor o donde tuvo la ocurrencia. Prefiero pensar en su naturaleza, la forma en que se usa, el peso que tiene en el plato, la necesidad o no de su presencia… Lo demás es pura anécdota.