Locos por la marcha

La memoria del sabor

Estefanía Larrañaga fue la primera casera que vendió guisante lágrima en el mercado de La Brecha, en San Sebastián. Eran los años 50 y para entonces no se llamaban lágrima pero costaban lo suyo. Historias cruzadas: rendimiento, prestigio, oferta y demanda. Eran guisantes tempranos, más pequeños de lo normal y también más dulces, que cultivaba en su huerta de Askizu, en el monte Gárate, por encima de Getaria. Cuando les llegó el autobús a San Sebastián, los caseros de la zona aprovecharon para llevar sus productos a la ciudad.

 

Todo tenía entonces su temporada. El verano era para el tomate, la lechuga y la judía verde, luego aparecían las alubias y las patatas y para la primavera la cebolleta, las habas y los guisantes. Me lo cuenta Jon Goenaga, hijo de Estefanía, que cultiva el caserío Lahardi, cerca de donde lo hacía su madre, y sigue con esos mismos guisantes, que conocen como “de once granos”. Las vainas también pueden contener nueve o diez semillas, pero una buena llega hasta once.

 

Solo hay una diferencia entre los guisantes de Jon y los que vendía Estefanía. Ella cosechaba una vez a la semana, mientras el mercado pide hoy guisantes cada vez más pequeños, y eso acelera la frecuencia de la recolección y aumenta el precio; cuanto más chicos, menos rendimiento y más caros. Eran más grandes de los que hoy llaman lágrima, pero más pequeños que los comunes. Asentaban su fama en la naturaleza de una variedad que alcanza el punto óptimo de maduración antes que otras. Eran tiernos y siempre más dulces. Rendimiento y prestaciones, igual a precio.

 

Estefanía vendía sus productos en La Brecha, pero pocos compradores aguantaban el precio del guisante: quedaban para los restaurantes más nombrados de la época en San Sebastián, sobre todo Casa Nicolasa, que ya estaba en manos de Pepita Fernández de Urrestarazu. Entonces solo eran guisantes finos de Getaria. Como tal los conocí hace treinta y cinco años en Arzak. Me parecieron extraordinarios y hablé de ellos con Juan Mari. “Mira, pocholo”, me decía antes de contarme los detalles de lo que tocara, que en este caso fue la forma de prepararlos. No necesitaban mucho: un poco de cebolla cortada en hilos, una patatita temprana, torneada para reducir el tamaño, y la cocción necesaria para que la patata y el guisante llegaran tiernos a la mesa.

 

Los de Arzak eran guisantes medianos de un dulzor extremo, envolvente y seductor, sabor redondo y completo, y la textura elegante que le daban la piel tenue y el punto de cocción. Nada que ver con la estridencia herbal y la ausencia de textura que ahora se acostumbran. Los recuerdo en Arzak, en la terraza de Rekondo, bajo la higuera, y en el comedor del Hispania, en Arenys de Mar. Este era otro guisante, nacido de una variedad más temprana cultivada en el Maresme.

 

Lo de guisante lágrima vino mucho después. Jon Goenaga dice que lo bautizó Martín Berasategui cuando revisaba una entrega que hizo en su restaurante de Lasarte. “Mira, parecen lágrimas”, dijo, y como lágrima quedó para el mundo, aunque por las campas del monte Gárate todavía le dicen guisante fino. Hace años que no me cruzo con Martín; tengo que preguntarle. Tal vez sucediera cuando la ensalada tibia de tuétanos de verdura, en la que recuerdo las bolsas de semillas de algún tomate, guisante fino, habitas, berberechos y percebes pequeños. Durante muchos años fue uno de sus platos fetiche.

 

En en la memoria y la práctica del productor del guisante fino de Getaria se diferencian tres tamaños. Me los mostró Jon en la primera visita a su huerta. Para empezar, una vaina pequeña y plana, llena de semillas diminutas. Son mínimas, primorosas, muy sutiles y exhiben un marcado carácter clorofílico; mandan las notas herbáceas. La segunda, más abultada, anuncia un nuevo terreno de juego que nos devuelve al que se vendía cuando era guisante fino. El último llega en una vaina todavía más abultada. “Son los que comemos en casa”, dice Jon. “Nos gustan así, más grandes, más enteros, más guisante, con un poco de cebolla y una patata”. Como los de Arzak. El tamaño me devuelve a los que me sirvió Albert Raurich hace tres semanas en Dos Palillos.

 

Ustedes disimulen, pero cuando paso por España se me escapan las columnas a borbotones, como si viniera de nuevas con salacot y uniforme de explorador, aunque últimamente se trata más de entender que de descubrir. Esta vez han sido cuatro semanas y no recuerdo más de dos comidas en la que no hubiera guisante lágrima. La visita coincidió con la primavera, que viene a ser su temporada, claro, pero hubiera dado lo mismo llegar en julio o septiembre: los invernaderos de cualquier rincón de España lloran todo el año (es una figura retórica, nada que ver con la sequía; siempre hay agua para regar invernaderos de lujo y llenar piscinas) y las cartas de los restaurantes rebosan guisante lágrima. No importa de donde venga o su naturaleza, el tamaño manda.

 

No hay nada en esos guisantes que recuerden al guisante fino. Más pequeños y mucho más caros. Elementos clave para alcanzar el éxito en unas cocinas que entienden el sabor como un accidente remediable; lo importante es que llamen la atención. El guisante lágrima es el nuevo caviar. A veces ni siquiera los pasan por el calor. Textura tersa y resistente, puro sabor a clorofila, ningún carácter. ¿De verdad que los cocineros que los sirven los han probado?

 

No es que por este lado del mundo pasen muchas cosas, pero se espera mucho más cuando saltas a la tierra de la Nueva Cocina Vasca, la de los Adrià dándole la vuelta a todo, la que mostró al mundo que las revoluciones son posibles, incluso en la cocina: dame un fuego y algunas ideas y moveré el mundo. Cuando llegas de lejos las cosas se ven diferentes, y las imágenes con las que vuelvo a casa enmarcan unas cocinas previsibles, rutinarias, a menudo adocenadas. Es una conclusión parcial. No habré visto más de veinte restaurantes, pero cuando las sensaciones se repiten acaban definiendo una imagen.

 

Después del guisante, llega el garbanzo verde. Siempre se comió, pero es el descubrimiento del año. Leo en un mentidero que se cotizan por encima del guisante lágrima ¿Por qué? No les ha dado tiempo a secarse, tiene mucha más agua y pesan más. Definitivamente, nos va la marcha. No interesa tanto que sea rico; lo importante es que sea caro, o que se vea como si fuera caro. Como el invento del pimiento chocolate, que, copio a sus promotores, “destaca por su color y atrapa con su dulce sabor”. Nos ha jodido mayo con las flores: es el pimiento que en España llevan toda la vida llamando italiano, dejado madurar hasta que muta el color -del verde al rojo, ley natural en los pimientos– y cambia la punzante acidez del fruto inmaduro por el dulzor del que alcanza el punto óptimo de desarrollo. Banda de analfabetos culinarios presumiendo de su ignorancia. He visto la carta de un restaurante donde lo sirven más caro que el guisante lágrima, y el comensal baja la cerviz, poniendo la nuca a disposición del matarife. Somos idiotas y vamos locos por la marcha; nos merecemos todo lo que nos hagan.

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