Albert Raurich vuela muy alto en Dos Palillos

Decía Jesús Oyarbide -el creador de Zalacaín, primer tres estrellas Michelin de España- que una gran comida es aquella de la que recuerdas un plato para toda la vida. Ignacio Medina encontró tres en Dos Palillos, el restaurante de Albert Raurich en Barcelona.

Ignacio Medina

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Una comida así despeja las nubes y me reconcilia con mi trabajo.

Hay en Dos Palillos un plato de erizos que no se me va de la cabeza. No es una de esas composiciones que llaman la atención a simple vista; aparenta simplicidad, aunque podríamos discutirla. Son cinco lenguas de erizo (las gónadas) instaladas sobre una base blanquecina y con textura que resulta ser leche texturizada -esa vieja práctica india, turca o japonesa que elBulli aprendió a controlar y transformar hasta instalarla en la alta cocina- y un breve jugo que presentan como caldo de hueso de jamón. No parece dispuesto a jugar con las apariencias; en todo caso inspira paz, serenidad.

Erizos con leche texturizada. Dos Palillos.
Erizos con leche texturizada. Dos Palillos.

La preparación desencadena ese tipo de inquietud que se activa cuando un bocado hace saltar el resorte de las emociones. El intenso sabor yodado del erizo, en su época más grasa, exhibiendo poderoso y exultante todo el sabor del mar, se encuentra con un contrapunto llegado de tierra adentro. Caldo de jamón, limpio, salino, sereno, comedido, sin el regusto habitual de los huesos viejos; ni un asomo de notas rancias del hueso pasado. La leche texturizada hace de mediador, apacigua, suaviza, contiene y envuelve; se me eriza el vello de los brazos. Siento esa inquietud que anuncian los bocados importantes y te dejan el resto de la comida en estado de alerta.

 

Acabo de empezar a cenar en Dos Palillos, debo ir por el tercer plato y luego vendrán otros que me parecen importantes, pero el recuerdo de esta entrega queda muy marcado. Incluso ahora, cuando escribo, tres semanas después.

Nigiri de arroz al vapor de sake con caviar, Dos Palillos.
Nigiri de arroz al vapor de sake con caviar, Dos Palillos.

Se deben cumplir veinte o veintiún años desde la última vez que me había sentado en la barra de Dos Palillos, en Barcelona. Técnicamente no es la barra propiamente dicha, esa está justo a la entrada del local y no exige reserva, sobre todo si llegas a las siete y media, que es cuando abren. El resto también es una barra que gira alrededor de la parte visible de la cocina, en la que se mueve la plantilla del restaurante. Hay otro espacio, una terraza, al otro lado de la calle, con mesas convencionales, pero no tiene la acción a la vista. Es comer en Dos Palillos pero implica hacerlo de otra forma.

 

No recordaba bien aquel Dos Palillos cuando volví a ocupar asiento en una esquina de la barra rectangular. Encadenaba algunas imágenes dispersas, la memoria de una cocina que llamaba la atención, dibujada en clave en parte oriental, en parte no. Son tan tenues que es un restaurante nuevo; de vuelta a las emociones del descubrimiento; expectativa y escepticismo a partes iguales.

 

Antes de los erizos llegó una mochicroqueta, mona, equívoca en su textura, que hace pensar y pasa como lo que es, el anuncio de una cena diferente. El usuzuuri de sepia con lardo marca un camino que vendrá ribeteado de blanco: sepia, tocino sin veta, leche texturizada y arroz. Hay dos nigiri y uno llega cubierto con una pella de caviar. Solo arroz y caviar. Los prejuicios que albergo sobre el caviar actual y las cantidades en que aparece en los platos -simple sustituto de la sal- se desvanecen cuando lo como. Lo importante aquí es el arroz -profundo, sabroso, pleno de matices, aromático y envolvente, construido al vapor de sake- y el caviar se presenta a su servicio.

Guisantes del Maresme al wok con fresitas de bosque.
Guisantes del Maresme al wok con fresitas de bosque.

Es un menú largo, pero no hay que esperar mucho para que vuelva a sonar la campana. Los guisantes del Maresme al wok con fresitas silvestres componen otro plato que te deja pensando y mirando al frente. Las notas ahumadas del wok, el dulzor natural de los guisantes -formados, dulces y con sabor; muy lejos de las minipíldoras de clorofila, ácidas y amargas, que llegan casi todo el año desde cualquier invernadero, más empujadas por el precio que por las prestaciones- y el otro dulzor, también la aromática acidez, de las fresitas silvestres.

 

Me decía hace unos años mi vecino limeño, el antropólogo Julio Cotler, que un buen libro es el que tiene diez páginas interesantes; más que eso te lleva a lo extraordinario. Mucho antes, Jesús Oyarbide -el creador de Zalacaín, primer tres estrellas Michelin de España; nota para recién llegados y aficionados a la fotografía- que una buena comida es aquella de la que recuerdas un plato toda la vida. Llevo dos y faltan las cocochas de merluza.

Kokotxas al pilpil de soja añeja. Dos Palillos
Kokotxas al pilpil de soja añeja. Dos Palillos

El enunciado explica el fondo, aunque no la forma y tampoco el resultado: kokotxas de merluza al pilpil con aceite de jengibre y soya añejada durante cuatro años. Fusión vasco-oriental consagrada al feísmo culinario. Dos piezas con forma de punta de flecha, cubiertas por una salsa densa en la que se pierden los perfiles y no presagia grandes éxitos. Otra vez los prejuicios. Se me antoja un bocado único, sedoso y sutil, multiplicado por un pil pil prodigioso. Si no supera lo que queda por delante, pediría un plato sopero con más salsa, una baguette de pan blanco y pasaría el resto de la noche mojando cuscurros.

 

Venía de conocer elBulli 1846 y entrevistar a Ferran Adrià y me encuentro la herencia de elBulli donde no la recordaba. Albert Raurich hace su cocina, pero encuentro una parte del camino abierto en Cala Montjoi en la minuciosidad de las preparaciones, la reflexión sobre el plato, el producto, los acompañantes y los tratamientos. En lo personal, me resulta una comida taumatúrgica. Llevo dos semanas en España reconcomido por la sensación de decepción que me acompaña; por el encumbramiento del producto con el precio por encima del resultado, por el adocenamiento de cocinas que desprecian el pensamiento, las ideas y el trabajo, por el destierro de las emociones en tantas mesas… pero cuando me sirven una comida así, me vuelvo a enamorar de mi trabajo.

Albert Raurich al otro lado de la barra del Dos Palillos.
Albert Raurich al otro lado de la barra del Dos Palillos.

Hubo otras preparaciones de mérito. El esparrago en robata con salsa butter soyu, la alcachofa en tempura, con limón, miel de hinojo, sal y la aportación traviesa de un poco de café arábica, la soba de pichón y liebre, el pichón yakitori(sobre todo una brocheta de corazones), el mochi de fresas y rosas con salsa Campari, o el mochi semi helado de grosella negra y castaña.

 

Fue un menú largo que no lo pareció tanto. Bien servido, bien acompañado con una impecable selección de sake y algún vino suelto. A partir de la cococha solo pienso en cuándo podré volver.

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