El museo de elBulli, elBulli1846, ya es una realidad. El viejo local del restaurante en el que se encendió la chispa que acabó cambiándolo casi todo en la alta cocina de nuestro tiempo, y bastantes cosas en las otras, ha vuelto a la vida. Ha necesitado doce años, recorrer más de un camino de ida y vuelta y superar algunos contratiempos, pero elBulli vuelve a estar vivo. Ya no es un restaurante. No hay más cocina que la necesaria para alimentar cada día al personal estable, pero conserva parte de los hábitos de los viejos tiempos. Entonces solo recibía comensales seis meses al año y el resto lo ocupaba en un descanso activo -adaptación de los ritmos al nuevo menú de la temporada, ajustes, la puesta a punto para invernar mientras el equipo creativo trabajaba en Barcelona con los platos del siguiente año- que ya no se da. El plan, todavía provisional, es abrir el museo en los meses de verano y dedicar los otros nueve al trabajo de investigación que sigue elBullifoundation. Por ejemplo, la elaboración de los veintitrés volúmenes que deben completar la Bullipedia.
El próximo 15 de junio será el primer día oficial de vida para elBulli1846, el museo que ocupa las instalaciones del antiguo restaurante -ampliadas hasta llegar a los cuatro mil metros cuadrados- con una propuesta dedicada, según explica el dossier que nos entregan al final de la visita, a “salvaguardar el legado de elBulli, promover la actitud innovadora y generar contenido de calidad para la educación y el autoaprendizaje de la restauración gastronómica”. Está dicho y me queda claro en esta mañana de mediados de abril en la que me invitan a visitarlo.
El lunes anterior, 17 de abril, se pusieron a la venta las entradas para las visitas de este año, antes mío han pasado otros grupos y la noticia empieza dejar de serlo. En 7Caníbales tuvimos a Benjamín Lana y Guillermo Elejabeitia dando cuenta del primer relato. Esta mañana me interesa más que otras. No necesito tomar notas, entender el orden de la exposición o certificar la magnitud de la hazaña. Vuelvo a elBulli 4311 días después (615 semanas, 141 meses) de su último servicio y 21 días más desde que la última vez que me senté a cenar en una de sus mesas. Retomo un relato que he seguido desde 1985 y en algunos casos he vivido en primera persona; es una visita emocionante.
Ya es sabido, la cifra que distingue el nombre del museo, elBulli1846, corresponde al número de recetas que se imaginaron, crearon, desarrollaron y sirvieron en la historia del restaurante. Coincide con el año de nacimiento de Auguste Escoffier.
El gourmet evaporado
La entrada a elBulli1846 no coincide con la última que tuvo el restaurante, mucho más arriba, lejos todavía de la de los años 80, a pocos metros de la puerta de entrada. La antigua zona de recepción se ha ampliado con terrenos de una masía vecina y además del parking, acoge las ocho primeras fases de la exposición, dedicadas a la innovación culinaria, el método sapiens y su taxonomía. Ernest Laporte, patrono de la fundación, y Luís García, el último jefe de sala de elBulli, mano derecha de Juli Soler, se encargan de explicarlas, pero no consigo centrarme en ellas.
La cabeza se me ha ido a la desaparición de Pascal Henry en julio del año 2008. Un gourmet suizo que llegó a elBulli -hacía tiempo del cambio de la grafía de El Bulli- en medio de una gira que debía llevarle a recorrer de un tirón 68 restaurantes con tres estrellas Michelin. Era la parada 40 y a mitad de una cena a la que iba a ser invitado se levantó al baño y se esfumó. Su coche quedó en el parking, hoy ocupado por representaciones conceptuales trazadas en metal, y no se supo de él hasta que reapareció después de meses vagando, dijo, por el sureste de Francia y el oeste de Suiza. La operación de búsqueda de los Mossos d’esquadra, duro alguna semana e incluyó perros y buzos, pero no encontraron el rastro. Fue una historia entretenida, que alimentó incluso a los diarios gratuitos repartidos en la boca del metro.
La última parte del tramo muestra los nombres de los equipos que formaron la plantilla del restaurante, stagers incluidos. América Latina está salpicada de profesionales que aseguran haberse forjado aquí. Encuentro algunos nombres en las listas grabadas sobre planchas transparentes. No es oportuno ponerse puntilloso con los otros.
Es un día impecable y el recorrido desde Rosas ha sido espectacular. Diez kilómetros en los que hace 37 años no veías viñas, miradores o espacios para visitantes: grava mezclada con tierra y agujeros, muchos agujeros.
“El camino a Cala Montjoi es sinuoso y espectacular. Sube entre curvas y más curvas cortadas sobre la montaña, para bajar de nuevo siete kilómetros después hasta la arena del mar. No es un paraje muy concurrido: apenas siete u ocho casas y un pequeño centro de submarinismo cuyos barcos recogen cada cierto tiempo un grupo de extraños personajes vestidos de neopreno que un par de horas después volverán a ser depositados entre los bañistas. Pocos saben que un poco más arriba, a la derecha, en aquella casa de campo pintada de blanco está el que los especialistas consideran el mejor restaurante del mundo”. (Edén.pe. Perú. 2012).
Juli me contaba hace mucho del día que lo recorrió a pie, bajo el sol, para acudir a su primera entrevista de trabajo con Marketta Schilling, propietaria y fundadora. Llegó tarde pero la cosa funcionó. En la última parte de la exposición, en la segunda planta del edificio del restaurante, se muestra el contrato que él mismo escribió, a mano y en letras de molde.
Mi primer trayecto fue en un pequeño coche, un sábado de agosto de 1985. Éramos cinco y alguien dijo, “¿Habéis visto? La carta sólo tiene veinticinco platos ¿por qué no los pedimos todos?”. Por allí andaba Marketta Schilling, quien tomó nota sin pestañear, entró a la cocina y salió treinta segundos después para anunciar que además de los veinticinco platos de la carta estaban dispuestos a servir los quince postres. Fue el primer menú degustación de mi vida y creo que también en la de El Bulli. Era la primera vez que escuchaba el nombre de Ferran Adrià.
Ni él ni yo lo sabíamos, pero aquel fue el año en el que empezó todo. Había pasado un año desde la llegada de Adrià como segundo de cocina, en puesto compartido con Christian Lutaud. Luego sucedería la marcha de Jean-Paul Vinay, el jefe de cocina que llevó el Bulli hasta la segunda estrella, cuando los dos subchefs planeaban un negocio propio en el bajo pirineo (no sé si la pérdida de una de las dos estrellas Michelin fue antes o después de la salida de Vinay), la envolvente de Juli Soler para que se quedaran al frente de la cocina, la marcha de Lutaud…
Un detalle. Aquella comida fue a mediodía. Caigo en que mis primeras comidas en El Bulli fueron a mediodía, aunque luego adoptaran la noche como horario vital. En aquella época abrían los dos servicios.
El papel de una terraza
La exposición sobre elBulli, o El Bulli, o El Bulli y elBulli, empieza pasada la puerta del restaurante. A la izquierda, la del antiguo baño que han tapizado con fotos recogidas a lo largo de los años del restaurante, y más allá la terraza, que acabó convertida en un mito. Durante mucho tiempo, tuvo vida propia, pero Juli y Luis acabaron organizando sus ritmos, escalonando la entrada de clientes al restaurante. En los últimos años, la hora de llegada decidía si tomabas allí el aperitivo o la copa posterior a la cena. Y la disputa por la mesa 25 (¿o era la 24?), en medio de la arcada que se abre frente al mar, la arena, los pinos de Cala Montjoy, y la verja de la pequeña puerta que permitía subir desde la cala, junto a la que durante un tiempo lució un cartel sugiriendo a los clientes que usaran al menos una camiseta para acceder al restaurante.
La terraza está con los mismos muebles. Nada ha cambiado. Acoge la parte de la exposición que el catálogo llama “Hitos de la historia de elBullirestaurante”. Falta la pequeña barra de los primeros años, pero está la mesa en la que tomé los aperitivos en la segunda visita, con Luis Racionero, en otoño de 1986. Fue una suerte de cohecho, rematado con otra comida en El Amparo de Madrid, para que prologara Los Ritos del Lujo (Temas de Hoy, 1988), el libro en el que la conté. Un día Ferran dijo que era la primera vez que alguien apostaba por su cocina. Casualidad; muchos otros lo habían pensado antes.
La cocina de El Bulli en 1986
“Comí hace unos meses con Lluis Racionero en un pequeño restaurante cercano a Rosas, en Gerona. Yo lo sitúo entre los cinco mejores restaurantes de España. Su nombre es El Bulli. Procuren no olvidarlo cuando se acerquen por allí.
Estaba acabando de caer la tarde y nos sentamos en la terraza que domina Cala Montjoi; un paraje bello y agreste escondido tras una punta que cierra el golfo de Rosas. Mientras bebíamos una copa de champagne llegó una crema de aguacates con mejillones. Suave y delicada. Nos miramos y nos entendimos. Empezábamos a sentirnos bien.
Le siguió un erizo cuya carne había sido mezclada con una fina salsa de hierbas. Y luego un filete de salmonete sobre una costra de pan tostado. Le acompañaba una sutil picada de almendras fritas y una vinagreta de anchoas. Y después, unos muslos de codorniz con salsa de soja.
Si fuera un poco cursi, como hay que serlo cuando te diriges a determinado público, diría que aquello era una sinfonía de sabores, o hablaría de platos tan armónicos como complejos, y de los contrastes que encerraban. No. Sólo diré que llegados a este punto de los aperitivos estábamos nerviosos, excitados por la perspectiva de llegar a la mesa ‑aquello sólo era el aperitivo‑ dónde quién sabe qué podríamos llegar a comer. Y empezábamos a tener prisa por saberlo.
Y nos enteramos bien. Llegaron unas ostras caramelizadas con caviar, acompañadas por el contrapunto de un sorbete de lima y una vinagreta de trufas. Estábamos gozando como se goza en un acto amoroso. Las satisfacciones producidas por cada plato generaban una corriente creciente de placer que se prolongó con unas gambas con espárragos trigueros y vinagreta de mostaza y nos llevó al primer orgasmo con un impresionante suquet de cigalas. Allí empezó a deshacerse la ansiedad, cambiándose en un dulce relajo que nos dejaba ir, convirtiendo al cocinero en un amante incansable, capaz de prolongar el placer casi indefinidamente, situación a la que nadie en su sano juicio se opondría.
La comida siguió con una mús de trufas con crema de almendras y sal gorda, una tarrina de ceps y foie‑gras, un rodaballo con setas y un filete de carne roja con champiñones silvestres y cortezas de pato.
Nos habíamos rendido. No había más que dejarse ir, sin presentar oposición. Y poco a poco fuimos llegando a los postres. Sólo soy capaz de recordar dos de los tres postres que comimos ‑dos gratinados; uno de ellos de manzana y otro de frambuesas‑ antes de pasar a los petit fours, esa suerte de pastelillos y frutas de chocolates que sirven con el café y que fueron como el ultimo beso de una noche interminable”. (Los ritos del Lujo. Temas de Hoy. 1988).
Historias en la terraza
En aquella terraza pasaron pequeñas cosas que luego se revelaron importantes. Por ejemplo, el día en que los aperitivos cambiaron de carácter. Creo que fue el año de las sferificaciones de aceituna o tal vez el siguiente. La batería de aperitivos creció, se servía sin cubiertos y todos eran pringosos. El simple acto de mancharse los dedos mientras se comía en un tres estrellas Michelin, cambiaba el carácter de la experiencia y empujaba al cliente a terminar la secuencia chupándoselos, rompiendo la rigidez con la que se acudía a un restaurante con tres estrellas. También era una práctica transgresora y a aquellos dos chicos de los que ya se hablaba en las portadas de los diarios, les gustaba romper ritmos.
También recuerdo a un tipo flaquito y joven tomando notas, en la mesa del final de la terraza, mientras yo entrevistaba a Ferran cinco horas antes del servicio. Juli se acercó provocando, para variar. “¿no sabes quién es?, ¿te lo presento?”. Tres bromas después, explicaba que era el guionista que trabajaba en el proyecto de la película planeada por una productora estadounidense sobre elBulli, que no llegó a hacerse. Así de golpe, el muchacho me dio un poco de pena; pensé en lo difícil que sería llevar a una pantalla algo de lo que pasaba allí.
Una cocina sin cocina
La cocina también es sala de exposiciones, pero mantiene una parte de su antigua estructura, dominada por una pantalla en la que se pasa la filmación de un servicio completo. Al final hubo lugar para películas, aunque siempre fueran descriptivas: documentales, vídeos grabados sobre el restaurante y la aplicación de sus experiencias, performances…
Allí han puesto los libros de reservas. Escritos a mano, organizados, revisados y anotados (último menú que han comido, para no repetir platos, alergias…) durante años por Luis García y su equipo. Esos libros como de contabilidad encierran el quien es quien del universo gastronómico de finales del XX y la primera década del XXI. Un material de investigación impagable. Ojalá alguien decida sistematizarlo y ponerle cara y todo lo demás a cada nombre. Los estoy mirando a través de la cristalera, intentando descifrar alguna referencia, cuando se me acerca Luís García. “En esos libros estás tú”, me dice. Unas pocas veces.
Sigue la mesa, frente a la barra del pase, en la que Ferran provaba los plato y revisaba la marcha del menú degustación a lo largo de la temporada. También la mesa que distinguía a un cliente en cada servicio. No está el cuartito de las sferificaciones, que venía a ser un minúsculo calabozo culinario, porque esa parte ha dejado paso a muestrario de herramientas de cocina. En el lado contrario, una mesa cubierta con las formas que debía adoptar cada elemento de cada plato moldeadas en plastilina; una referencia imprescindible cuando empezaba la temporada.
En la cocina espera el resto del equipo permanente de elBullifoundation, que también se encarga del museo. Está Rita Soler, Ferran Centelles, sumiller histórico del restaurante, nuestro columnista Gabriel Bartra, director de contenido de la Bullipedia, y Lluis Biosca, otro jefe de sala histórico del restaurante.
El comedor intacto
El comedor ha quedado intacto. Las mismas mesas y sillas, con esa tapicería demodé que tanto sorprendía a una parte de los comensales de la última etapa de elBulli, la de la fama y la gloria, más necesitados del envoltorio que del contenido. En cada mesa se representa una fase del servicio: el vino, los platos… Lo que no se puede contar es lo que las ideas y la naturaleza de Juli Soler supusieron para la transformación de la atención al cliente; el servicio de cercanía en la alta cocina. También el cuidado de los ritmos, los tránsitos y los recorridos
El menú de 42 platos institucionalizado por elBulli plateó nuevos retos. 42 visitas a cada puesto de la mesa para marcar el servicio de cada plato, otras 42 para retirarlo, el servicio de agua y vinos… ¿150 interacciones por comensal? Nunca se había afrontado un reto de ese calibre en la normalidad de un restaurante, y para llevarlo a cabo se necesitaba un cambio en el paradigma: cercanía, discreción, estar presente, manejarse en las distancias cortas y pasar inadvertido…
En la mesa de la entrada, a la izquierda, me convertí en voyeur para presenciar una escena particularmente entrañable. Ocupaba la mesa una pareja que rondaba los cincuenta, elegantes como celebran en algunos países los restaurantes distinguidos. Eran tiempos sin teléfono inteligente (tampoco había del otro) y él llegó armado con una cámara pequeña. Apenas prestaba atención a la comida. Su único afán estaba en captar las reacciones de su pareja con cada bocado. Destilaba emoción; cada gesto le llevaba un paso más lejos. Resultaba evidente que ya había probado el menú y organizó la expedición para compartir con ella la experiencia; una forma sutil de prolongar la suya propia en otra dimensión.
“Mira, tu mesa”, me dice Luis García. Acabamos de atravesar el comedor y hemos llegado a la escalera de caracol, a la derecha del comedor, que nunca llegó a ningún lado. Era más estrecha y estaba flanqueada por dos columnas que han desaparecido. A sus pies había una pequeña mesa casi siempre ocupada por cubiertos… menos cuando llegaba una visita imprevista. La ocupé con alguna frecuencia.
Desde ella se veía todo el comedor. La mesa de japoneses trajeados, ceremoniosos, embarcados en aspirar el aroma a rosas que se desprendía de un globo que un camarero acababa de perforar y el comensal apretaba mientras olía, participando en un juego que, la verdad, no llegaba a ningún sitio, pero concentraba la atención delo comedor. El orden del menú se cambiaba para que el espectáculo se trasladara de una mesa a otra, casi hasta el final del servicio.
Una planta más
El edificio tiene un segundo nivel. Originalmente incluía la habitación de Juli y los vestuarios del personal. Hoy es una planta completa que recoge libretas de notas, diplomas, premios, chaquetillas, los libros editados, confeccionados, o publicados por elBulli, algunos más entre los publicados sobre el restaurante o el trabajo de Adrià, portadas de diarios y revistas dedicadas al restaurante o su cabeza más visible, las piezas de Dokumenta, la relación con Richard Hamilton, la relación que se establece con Mibu y consagra su relación con la cocina japonesa… Referencias de una historia que conecta con referentes de todo tipo de lugares y disciplinas.
Uno de los expositores, contiene un ejemplar de edén.pe, el libro que publiquéen diciembre de 2012 con él y con Gastón Acurio como protagonistas principales, tras su visita a Perú a finales de agosto y en las dos primeras semanas de septiembre de 2011. Es la primera vez que uno de mis trabajos forma parte de la exposición de un museo. La historia de ve de otra manera.
Todavía hay una planta más, arriba del restaurante en una especie de roca construida que se convierte en cueva y aloja lo que llamen espacio polivalente. Acoge la zona de trabajo de la fundación y una espacio multimedia para el tiempo del museo.
Para mí ha sido una experiencia emocionante. ¿Cómo será para los demás? No lo sé. A veces, los museos tan especializados no funcionan y a veces son un éxito. Depende de muchas cosas. Si construyen un recorrido virtual que entretenga a los niños, habrán dado en el clavo, pero eso no lo sabremos hasta que haya avanzado el verano.