Eslabones rotos

La memoria del sabor

Carmen Etelvina Collay tiene 54 años y vive en la comunidad de San Francisco: 96 vecinos en ocho núcleos familiares, a unos centenares de metros de Salinas de Guaranda. Como todas sus vecinas y las niñas y niños de su comunidad, recoge hongos para vivir desde que tiene memoria. Su historia es la misma que la de sus vecinas. Recolectan hongos y malvenden la leche de sus vacas al centro de acopio de Salinas. Las dos vacas de Carmen Etelvina dan una media diaria de cuatro litros por cabeza; no es para echar cohetes, mucho menos para dejarlos volar. Las casas de la comunidad se extienden en un llano ondulado que ronda los 3600 metros de altura. Alrededor suyo crecen los pinos, sobre todo en las lindes de los prados en los que pastan las vacas. Esta es una zona de vacas lecheras desde que llegaron los salesianos de la operación Mato Grosso en los 70 y dinamizaron la vida de una comarca que vivía en régimen feudal; en parte bajo el control de la familia Cordovez, en parte bajo el del obispado. También impulsaron la plantación de pinares. Como sucede con todo por aquí, el pinar es una fuente de ingresos, pero no pasa de ayudar a subsistir en la precariedad.

 

En este caso, el fruto del pinar es el hongo. Llaman así a una variedad parecida al boletus pinícola, con el pie algo menos ancho del que se conoce en Europa y el sombrero más bien baboso. Dicen que la parte babosa produce diarrea y en cuanto lo cosechan pelan el hongo con el mismo cuchillo que usan para separarlo del suelo. La vida del hongo depende de la secuencia de lluvia y sol; la lluvia casi nunca falta y el sol ralea la mayor parte del año, aunque siempre hay cosecha. Estamos en julio y salgo un par de horas con ellas -solo mujeres, adultas y niñas- y la cosecha no es grande. Me dicen que la mejor época está rondando el mes de mayo.

 

Hace años, tenían una cooperativa y juntaban unos 50 o 60 kilos diarios en la temporada más alta, pero un año les dejaron colgados con el pago y eso acabó con la unidad. Hoy cada quien hace la faena por su cuenta. Carmen Etelvina y su familia pueden procesar unos 10 kilos de hongo seco al mes, 120 al año. Hubo un tiempo que les pagaban hasta 11 o 12 dólares por kilo, pero solo cuando escaseaba; en época de abundancia, se pagaba a tres, como sucede ahora.

 

Las recolectoras de hongos de la comunidad de San Francisco, como todas en esta parte del Ande, secan los hongos antes de venderlos. No hay una línea de comercialización y consumo de hongo fresco en el país. Los restaurantes pintones de Quito, Cuenca o Guayaquil, llaman hongo a la seta cultivada; ahora está de moda la seta ostra, lo más de lo más de la elegancia de la cocina fácil. Los hay que presumen de cultivarlos en el mismo restaurante. Mientras tanto, Carmen Etelvina y las mujeres de su familia, laminan sus hongos y los secan sobre rudimentarias planchas de zinc.

 

Se necesitan diez gavetas de hongo fresco para conseguir un kilo de hongo seco. Hago cuentas de horas de frío y viento en este páramo adornado con pinos, de días de trabajo y resultados, y me sobreviene un balance espeluznante: este puñado de mujeres (Lidia Patricia, Vanea, María, Shirle, Nayel…) que rodea a Carmen Etelvina en la pequeña casa comunal -una mesa, unas pocas sillas y un poyete en el que sentarse- saca menos de cuatrocientos dólares al año. Entre todas.

 

Carmen Etelvina nació en esta misma comunidad. Su madre también recogía hongos, como ahora hacen sus hijas y alguna de sus nietas, que ya escriben, leen y hacen cuentas con normalidad. La escuela no era cosa de su tiempo. Salvo eso y la llegada de la electricidad hace poco más de un año, las cosas parecen detenidas en esta tierra. La dieta tampoco ha variado: papas hervidas con caldo para el desayuno, habas, alverjas secas o choclo y más papas para el resto del día. La carne fresca siempre fue un producto extraño en la dieta cotidiana de la cordillera andina.

 

A unas horas de allí, encuentro a otro grupo de mujeres. Las mujeres son una constante en la producción agraria de la sierra, la selva y la costa del Pacífico latinomericano. Da igual que esté en Ecuador, Perú o Colombia, pero esta vez no necesito salir de Ecuador. Poco antes de viajar a Guaranda caigo en la comunidad siekopai de San Pablo de Katetsiaia, a casi dos horas de Coca, en la región amazónica. Al otro lado de la frontera, en Loreto, los siekopai se llaman sequoia. Para llegar, atravieso un paraje sobrecogedor: 50 kilómetros de selva deforestada y replantada con palma aceitera -según un estudio del Instituto de Investigación Biomédica de Barcelona, publicado por la revista Nature, el ácido palmítico es uno de los principales estimulantes de las metástasis del cáncer- que ha transformado para siempre el paisaje y la vida de la zona.

 

Las mujeres de San Pablo de Katetsiaia, encabezadas por Inés Payaguaje, dedican su tiempo a la yuca, como casi todas las mujeres de la Amazonía. Paso el día con ellas y los pocos hombres que se ven por el poblado no se acercan; la yuca es cosa de mujeres. Es la base de la dieta amazónica. La comen cocida y también prepararan con ella el casabe, el pan de la selva, fino, seco y fácil de transportar o almacenar, y la neapia. Con distintos nombres -tucupí, yuca grava, ají negro…-, la neapia es el condimento de las cocinas amazónicas. Se obtiene del almidón de la yuca fermentado y reducido con ají. Es denso, sugestivo y poderoso. Una agencia de cooperación las ha ayudado con una pequeña planta de envasado y les falta muy poco para que tengan registro sanitario. Trabajan con Canopy Bridge en perfilar el producto, definir el diseño de la marca y presentarlo al mercado.

 

En los últimos meses he conocido a otras productoras como ellas. Estuve con Teresa Paucar, que cultiva papas cerca de Yacubiana, a unos 3700 metros de altitud. Saca una cosecha cada siete u ocho años y se ve obligada a dar rotación a sus fincas para tener comida (y producción) todos los años. Cada día cultiva menos variedades andinas; el mercado ecuatoriano solo quiere papas mejoradas y las andinas tampoco están bien vistas en la incipiente alta cocina ecuatoriana. Casi cultivan solo para comer. Teresa lidera el trabajo de la familia.

 

Ya les he contado de Mamá Lola, la última salinera de Salinas de Guaranda y de Emma Alvarado y su trabajo con el macambo, ese pariente del cacao, también llamado cacao blanco, que empieza a cambiar la vida de un puñado de recolectores cercanos a Archidona, en la comarca del rio Napo. También podría contarles de Amparo Molina, Blanca Chica y otras mujeres agrupadas en una asociación de siglas casi impronunciables (Asoproagroacha) que cultivan plátanos y los transforman en chifles (láminas fritas) en las cercanías de San Vicente, en Manabí.

 

Podría escribirles de decenas de productoras y productores andinos que mantienen viva la despensa que define la identidad de sus cocinas. La historia se repite hasta la saciedad. Son los guardianes de la despensa, de los súper alimentos y los ingredientes de la normalidad culinaria. No importan los nombres. Muchos de ellos son mujeres. Todas trabajan como lo hicieron antes sus padres, para conservar su forma de vida; a veces por voluntad propia, otras por obligación. Todos son diferentes, pero coinciden en muchas cosas, como que son ignorados por las cocinas que cuentan en el país. Lo normal es que ningún cocinero se acerque a ellos para aportar valor añadido a sus productos. Y las raras veces que lo hacen, regatean el precio. No les importa pagar lo que pidan por vinos medianos, trufas verdes, carnes de animales criados a golpe de hormonas y antibióticos y otras gollerías de cartón piedra. Para compensar, se discute o se niega el pecio al pequeño productor.