No te lo puedes perder, es un ‘must’”, te dice tu amigo con una vehemencia casi marcial. Volvió hace poco de la misma ciudad y trae una lista de recomendaciones heredadas de otro amigo, que a su vez las tomó de un tercero, y así sucesivamente. Cuando regresas del viaje, te recibe inquisitivo: “¿pero no has estado en…?”. Ay de ti si no has cumplido con el itinerario estipulado: te expones a una severa reprimenda.
Tiendo a resistirme a seguir esas recomendaciones demasiado encarecidas. Desconfío de los lugares que concitan una adhesión tan unánime. Me pasa con los libros, con las películas o con las series, pero también con los restaurantes. Esa alergia al best seller probablemente esconda cierta dosis de snobismo, pero también razones prácticas.
Es cierto que en cada destino hay establecimientos elevados a la categoría de iconos, en buena parte gracias a ese engranaje de recomendaciones recurrentes. La consecuencia a medio o largo plazo es que muchos de ellos acaban palideciendo, convertidos una versión desvahída de lo que un día fueron, quizá porque hace tiempo que dejaron de necesitar ganarse al cliente.
Convertir a cada visitante en un embajador entusiasta es un sueño impagable –se lo dirá cualquier experto en marketing– pero no está exento de riesgos. Piensen en ese café histórico en la plaza principal que sirve el cortadito con desgana, en esa tasca de toda la vida que comienza a flojear con sus famosísimas tortillas o en ese bar de vinos que ha dejado de renovar su bodega porque ya no necesita sorprender a la parroquia, sustituida por apresurados grupos de turistas.
Dos calles más allá puede que nos aguarde una joven taberna, un bistró desenfadado o un viejo café, incluso con más encanto que el icono aclamado por el público. Si nos obsesionamos con seguir al pie de la letra el circuito oficial de establecimientos consagrados, es probable que se nos escapen.
Hay un placer íntimo en descubrir nuevas referencias y compartirlas con los demás. Pero a veces también conviene guardarse algún secreto, aunque solo sea para no hurtarles a nuestros amigos esa misma alegría del descubrimiento.