Los precios y las sombras

Cartas del Editor

Dura poco la alegría en la casa del pobre. A las puertas del verano los hosteleros andaban felices con el fin de las tinieblas pandémicas. Las gentes de a pie estábamos como los caballos del hipódromo, con ganas de salir zumbando en cuanto se abrieran los cajones de agosto. Los bolsillos sonaban como campanas de catedral a fuerza de no gastar. «Nos lo merecemos, coño, que menudos dos años llevamos», decía alguien al menos una vez al día en cada barra de España.

 

A la vuelta de la esquina traicionera de la calle septiembre se ha dejado de ver el sol de repente y la alegría se ha tornado desasosiego. El gas y la luz siguen disparados y sin fogón no hay paraíso. A todo un país no se le puede alimentar con boquerones en vinagre, steak tartar y ceviches. Hecha a gas o a inducción, la tortilla de patata se va a poder cambiar de barrio y de estrato social si el aceite y los huevos siguen subiendo.

 

En lo que va de año el precio del primero se ha incrementado un 42% y un 23% el de los segundos. Como para dejar la mitad del pintxo en el plato aunque te la sirvan seca. Los únicos amigos que no se me quejan son los aceituneros altivos. En estos tiempos, Van Gogh en vez de girasoles se pondría a pintar olivos. Hasta los ratones bailan con los gatos en las almazaras.

 

El menú del día, esa singularidad patria de origen gallego –recordemos que fue inspirado por Fraga a través de su menú turístico– tan nuestra como el lince ibérico, empieza a sufrir como el felino. El precio medio ya está frisando los 13 euros; con ciudades de posibles, como las campeonas Barcelona y Madrid, a 14. De seguir así lo menos que nos puede pasar es que nos afrancesen un poco y nos lleven del ‘menú del día’ al ‘plat du jour’. Ni primero ni segundo. Uno y ‘ciao pescao’. Aún recuerdo los tres platos, postre y café de mis mediodías gijonesas de principio de este siglo, cuando aún lo analógico podía más que lo digital y la gente lo primero que hacía ante una fabada era meter la cuchara en vez de fotografiarla con el móvil.

Abundan las tarteras

Las tarteras en los centros de trabajo son ya más numerosas que las botellas de tinto con gaseosa en las mesas de los bares de menú. Se generaliza el ‘postle o café’ que los chinos ya inventaron cuando la mayoría autóctona aún ataba los perros con longanizas.

 

La pandemia se fue pero el teletrabajo que vino con ella se quedó a vivir entre nosotros para lo bueno y para lo malo. Echaron la persiana cientos de los que vivían de los ‘curritos del menú’, que diría el gran Jesús Tresgallo, uno de los que sí salió para adelante. Los que aguantan rebajando el margen escuálido que les queda tras cocinar con decencia profesional y productos no procesados se encuentran con una clientela que navega con el miedo en el cuerpo y una mano sujetando el bolsillo. Los empresarios valencianos del ramo afirman que, de seguir así, el 48% de los negocios pueden dejar de ser rentables. El 73% de los dueños se ha planteado el cierre, aseguran. Aunque exageren bastante como con el ruido en las mascletàs, las cifras seguirían dando miedo.

 

Los menores de 50 no conocieron ni la viruela ni la inflación, pero todo vuelve, el eterno retorno. Veo muchas gentes incrédulas del ritmo al que se encarecen las cosas en este oasis de control que llamábamos Europa. Los únicos no atenazados con este mundo inseguro e impredecible en el que vivimos son nuestros hermanos latinos con los que compartimos faena. A un venezolano o a un argentino lo que nos atemoriza a nosotros por la mañana les da la risa. Nos sobra tremendismo y nos falta un poco más de cintura. Las empanadas y las arepas le enseñan los dientes a los bocadillos.

 

Arriba y abajo

Mientras, en el piso gastronómico de arriba, las preocupaciones son otras. A algunos les intranquiliza más que el pescadero les lleve cajas de porexpan no reutilizables que la subida del aceite. Primero hay que ser solidarios con el planeta y políticamente correctos. En Villa Arriba tienen otros líos, como el de los que reservan y no van, los jetas del ‘no show’ que se dice ahora. Esos tipos que se sienten ultrajados cuando les piden la tarjeta para formalizar una reserva en un restaurante de plazas limitadas, como si no les cobraran por anticipado las entradas del fútbol, los toros y los conciertos.

 

Lo de los precios también les da guerra, no crean, aunque de otra manera. En este caso el problema no es el euro de subida media que se ha aplicado desde antes de la pandemia en los menús del día, sino las críticas feroces de aquellas personas que no entienden que una comida en un restaurante de altos vuelos pueda costar cientos de euros y se dedican a arremeter contra los cocineros y restaurantes que libremente deciden poner un precio a su trabajo.

 

¿No será suficiente con no ir y dejar vivir en paz a los demás?

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