Un relato de lujo y sensibilidad en Marrakech
Cuando mi querida amiga Mónica Homedes me propuso viajar a Marrakech para sentir la «experiencia Royal Mansour» –el fabuloso hotel propiedad de Mohammed VI-, volví a sentir de inmediato aquel arrebato al que siempre me arrastraron Sherezade, Harun-al-Rashid, Zobeida, Giafar al-Barmaki y otros de aquellos personajes oníricos y maravillosos de Las mil y una noches, libro que pobló de felicidad tantas de mis noches entre noches de cama solitaria aunque voladora… Además, en esos días me estaba carteando con el chef francés Yannick Alléno, cocinero asesor precisamente del Royal Mansour… Nada es casualidad, todo esta escrito… “Inch ‘Allah!”
Perfecta ocasión, el suntuoso viaje a Marrakech de la mano del propio rey y emir de los creyentes, para olvidar la gastada Moleskine y adquirir por fin la “traveler’s notebook” de Midori (puedes pillarla en www.inktraveler.com), el rolls de los cuadernos de viaje. What else!
En el aeropuerto, por fin a una hora digna -mediodía (por alguna razón incógnita y perversa soy desde hace años “madrugador frecuente”-, el primer buen rollo: el amigo y cocinero Ismael Alonso viaja en el mismo aeroplano, con el mismo destino, Marrakech. Ismael está asesorando la cocina de un nuevo “riad” de propiedad española (los dueños de La Real Conservera, entre otros), el María Elisa, ubicado en la Medina, con 12 habitaciones, esplendor “design” y carta inspirada en la culinaria española contemporánea… Es seguro, me digo para mi capote, que alguna aventura inopinada correremos con Ismael…
Finger. Rob Tognoni, con sus blues metálicos y cortantes, será mi gurú en la siesta que me lleve en sueños hasta la ciudad roja. Marrakech. Y allí, a pie mismo de pista, comienza la experiencia Royal Mansour.
Olvídate de colas, maletas, policías inquisitivos, papeles o problemas: dos jóvenes perfectamente trajeados aguardan en la misma puerta de la terminal para hacerse cargo del “hand luggage” y acompañarnos a una sala VIP que nos recibe, solitaria, con “thé à la mente” y repostería marroquí. Pocos minutos después, sorprendentemente, las siempre dificultosas gestiones de entrada a Marruecos están realizadas y ya salimos a la calle y nos subimos en un Range Rover que nos lleva en volandas hacia las rojas murallas de la Medina… Penetramos por la gran puerta y ya estamos en zona privada, ya estamos en el Royal Mansour. El portón de acceso al hotel es inmenso, metáfora exacta de las propias puertas de la ciudad, un prolijo trabajo en madera recubierto de bronce. Cuéntase –“pero Allah es más prudente, más poderoso y más benéfico”- que el rey, durante la construcción del hotel, se acercó, vio la puerta que estaba en obras, dijo “no es suficientemente grande” y se marchó. La puerta actual, redimensionada, pesa más de cuatro toneladas, aunque se abre con silenciosa parsimonia para dar paso a los coches. El resto del tiempo, para preservar la confidencialidad, permanece colosalmente cerrada.
El Royal Mansour es, en verdad, la misma evocación arquitectónica de las mil y una noches. El lobby, abierto al cielo azul intenso de Marrakech y presidido por una deliciosa fuente que llena de agua su parte central, es la puerta prodigiosa a un mundo fantástico que a partir de ahí estará habitado sólo por el silencio, la quietud, la belleza, la poesía… El Royal Mansour está diseñado como una medina dentro de la Medina. Tres hectáreas y media. No es un hotel, es una pequeña ciudad en la que las “habitaciones” son sus “riads”, todos de tres plantas, aposentados en las callejuelas rumorosas de agua, entre palmeras y naranjos, entre recodos umbrosos y el cercano perfil de La Kutubia… El Royal Mansour fue construido durante tres años y medio por 1.200 artesanos de todos los rincones de Marruecos. Sí, todo está hecho a mano. Todo. Un homenaje inaudito a la arquitectura y la artesanía marroquí en toda su munificencia. El propio hotel, en fin, es en sí mismo una obra de arte de estupefaciente refinamiento.
Y empieza esta historia tan asombrosa de un fin de semana “que si se escribiese con la aguja en el lagrimal del ojo, serviría de lección a quien fuese capaz de instruirse”. Brilla con el último sol desde el Royal Mansour la Kutubia, más allá de las palmeras que flanquean la entrada, anunciando a su vez la dirección de la plaza Jemaa el Fna, a la que nos dirigimos para sentir en toda su grandiosidad el espíritu de Marrakech. Gentes sin prisa y cabezudos, aguadores tintineantes y oscuros encantadores de cobras soñolientas, monos agitados, tuaregs de inquietantes azules, contadores de historias que fascinan a familias enteras, curanderos y mujeres con «nicab» que ofertan rápidos “tattoos” de henna, niños correteando y acróbatas de silenciosa elasticidad, turistas embobados y vendedores de sueños en forma de pócimas y raíces atávicas, humos de humildes fritos y aromas a especias exóticas, los sonidos de las ocarinas narcotizantes colándose entre el gentío… Jemaa el Fna, esta plaza sin tiempo, se prepara para una noche más entre mil noches… Zumos de naranja y caracoles, tajines y hariras, cabezas de cordera y couscous… Un menú que cautiva de color y olor y que se disfruta sólo serpenteando y dejando libre la imaginación entre los puestos humeantes y alegres. El Café de France, sin embargo, aguarda mi visita, un ritual “literario” que jamás perdono… El té a la menta y un plato de kefta servidos con decadente lentitud me arrancan al fin lo poco que ya me quedaba de Europa tras el paseo por la plaza. Cierro los ojos y siento el moroso “estado café”, y me hundo en la decrepitud del local mientras miro sin mirar el gran espectáculo de la historia… Sumerjo el pan en el aceite de oliva que me he pedido, meto la bola de carne y me dejo ir entre cominos y canelas, y recuerdo aquella vez camino a Meknes, en un olivar, comiendo kefta recién hecha a la brasa con el aceite nuevo…
Volvemos al hotel, al sueño, y ya en su calle privada tomamos una senda sinuosa refrescada por olivos y palmeras que nos lleva hasta la famosa puerta… Entramos en esa “medina” particular que es el Royal Mansour. Y el lujo se adueña de nuestras miradas… Recorremos sin prisa patios interiores y fontanas; el bar, con un techo decorado con hojas de plata, espejos de oro rosa y rejas de hierro forjado sin soldar; el otro bar y su sugerente chimenea transparente y las paredes en cedro trabajado primorosamente; el “cigar bar”; el salón de cócteles forrado por entero de preciado ónix verde; la biblioteca, cuyo techo se abre para poder observar las estrellas con el telescopio dorado, mientras la música de nuestro Iphone suena por las orejas del sillón de cuero preparado al efecto…
Y las yeserías que cubren paredes y arcos en perfectas simetrías con arabescos insondables…
Ya empieza a oscurecer cuando volvemos a pasar por el patio central de la recepción. Llueve suavemente y las gotas distorsionan el reflejo de la luna en las trémulas láminas de agua…
Vamos hacia nuestro “riad”; caminamos por las estrechas calles siempre acompañados del rumor del agua de fuentes escondidas y de los canales que corren junto a las paredes… No es fácil encontrar el camino, aunque hay mapas esculpidos en metal aquí y allá. Si ni con el mapa somos capaces, sólo hay que tocarlos para que se abran a un teléfono que nos comunicará con recepción y, en segundos, tendremos a alguien que nos dejará en la puerta de nuestro palacete. Todos los “riads” son diferentes, naturalmente; pero todos tienen tres plantas, tanto los de una sola habitación como los “de honor”, que disponen de 2.000 metros cuadrados. Es nuestro mayordomo personal (sólo entrar en el Royal Mansour ya dispones de mayordomo, que será el que se cuidará de absolutamente todo lo que necesites tanto allí como afuera) quien nos muestra el “riad”. Patio con chimenea y fuente en la entrada; gran salón con chimenea y dos zonas de estar ricamente decoradas con maderas y sedas (nos sentamos en el gran sofá para regalarnos con agua, frutas frescas y melosos dátiles), cocina con nevera, máquina Nespresso y tetera, lavabo de cortesía; primera planta con la habitación y el baño: intrincadas yeserías, hipnóticas geometrías trabajadas sobre el mármol que ennoblece todo el baño, sedas, terciopelos, cenefas, arabescos vegetales en los más mínimos detalles, hasta en los apliques del portarrollos, ensoñadora cama de lujosísimas medidas y factura, escenas de luz automáticas, celosías, climatización invisible, techos de maderas policromadas…; y terraza con chimenea, pequeño comedor, solárium con tumbonas… y piscina privada. Ahí nos quedamos, en la piscina iluminada, tomando el té, el cielo en llamas sobre Marrakech y la voz del muecín desde la cercana Kutubia llamando a la oración…
Cuando bajamos a la habitación ya la encontramos abierta. El Royal Mansour funciona igual que los palacios reales árabes, con un sistema de túneles y ascensores por los que se mueve el servicio, que va entrando en cada planta por una puerta aparte. De esta suerte, nunca te encuentras a nadie por la “medina” del hotel, excepto a los jardineros, ataviados todos con los trajes regionales de Marruecos.
La Grande Table Marocain de Yannick Alléno
La entrada al “riad” de los dos restaurantes con firma del hotel –La Grande Table Marocain y La Grande Table Francaise, con cocina diseñada y asesorada por Yannick Alléno- es un gran patio decorado por entero con granito azul de Brasil y una fuente en medio. Todo azul, cortinajes azules, el azul de la noche… Un músico toca con suavidad el laúd en la entrada del escogido, el marroquí, mientras entramos en un nuevo mundo de elegancia, suavidad, cristales de Lalique y Baccarat, acompañados por el maître, un tipo experto en vinos marroquís y armagnacs de añadas olvidadas. El servicio, quedo y preciso, es una inmersión en la sensibilidad gastronómica marroquí. Aparecen el pan “maison”, la mantequilla con dátiles, el aceite de oliva… El yoghourt frío marroquí con verbena y zanahoria… El servicio es con guantes blancos, exquisito en las formas pero empático en el feeling.
Y la fiesta de Alléno reinterpretando Marruecos. Imposible no empezar con las “sh’hiwates” o delicias marroquís, en este caso elaboradas con las curvas contemporáneas de Yannick: remolacha con naranja (finos triángulos rellenos del cítrico sobre “gelée” de remolacha con azahar); “taktouke” (ensalada de pimientos –rojo, amarillo, verde- con tomate y especias); patatas con comino (estilo formal las bravas de Arola); canelón de berenjena (con su “gelée”) relleno de caviar de berenjena; calabacín marinado con olivas negras y tomate; “spaghetti” de pepino, espuma de naranja, canela y tomillo; y tomates caramelizados con canelones de queso y sésamo. Mucha clase, mucho frescor, mucha diversión. Momento para entrar el vino, un CB Initiales 2009 Chardonnay, gran vino marroquí mantecoso, evocador, con carácter. Y llega la “pastilla” de pichón, presentada y cortada en directo, magnífica, con un gran equilibrio entre el dulce y el salado. Los caracoles (“bobouche”) en ravioli a la brasa con caldo verde a los berros de Imil y perfume de “guedid” (cordero seco con especias) son potentes pero de gran sofisticación y emoción. “M’hamsa” (pasta marroquí de trigo) con almejas en “persillade”, fantástica “liaison” con matices profundamente marinos. “Tanjia” (referido a un recipiente en el que se cuece con cenizas calientes; elaboración de 6 horas que realizan, con limón, aceite y especias, exclusivamente los hombres y, tradicionalmente, en el horno del “hamam”) de buey marroquí, patatas al azafrán de Ourika y tuétano. “Couscous” de verdura, inmenso, elegantísimo en textura y sabor, con “dchicha” (sémola de cebada). “Tajine” de frutas de verano. “Mignardises” marroquís. Un menú apabullante, cierto, pero de certera sensibilidad marroquí y las justas manipulaciones contemporáneas para refinarlo hasta el límite. Al frente de todo ello, Jerome Videau, el chef destacado al Royal Mansour por Alléno.
El desayuno, por la mañana, en el restaurante “del hotel”, La Table. A la carta, “comme il faut”, sin esas horteradas de buffet. En la terraza, sólo el canto de los pájaros, bajo los olivos. Ya estamos untando el pan con aceite de argán, almendra y miel, ya nos deleitamos con los croissants de mantequilla, ya los quesos frescos, ya las “crêpes” marroquíes endulzadas con mantequilla y miel…
Y tiempo de Spa. Paseo por los jardines, recreados por Valero, responsable de los de La Alhambra. Aromas a azahar en la entrada, velas en el suelo para no perder el camino… Todo blanco, con una espectacular alegoría de las celosías en diseño contemporáneo. Tras el masaje, piscina cubierta, chorros, bienestar… y comida de nuevo en La Table. Ensaladas de langosta y “King crab”, perfectas. Lubina con “tapenade”. Linguini “vongole”. “Mousse” de chocolate aérea.
La kashba y el Palais Soleiman
Fantástica “jellaba” la que adquirí en la tienda de Karim Bouriat, bajo consejo de nuestro mayordomo en el Royal Mansour. Fino y amoroso algodón, trabajo minucioso y preciosista. Vestimenta perfecta para “recibir” en casa que acostumbro llevar desde que me sumé al aserto de Wilde (“la túnica es la prenda más elegante”). Paseo por la kashba, claro, y la profundidad de Marrakech. Y el frescor al entrar de nuevo en el Royal Mansour: la vegetación, el sonido del agua, los aromas a cedro… La llamada de la piscina privada en la terraza, el té, los higos secos y el cadencioso “Allahu Akbar” del muecín…
A las nueve en punto, la limusina en la puerta con el amigo Ismael. Sí, ha reservado en el Palais Soleiman para compartir una noche “típica” de Marrakech. Te lo imaginas: música, danza del vientre, comida local… Comemos “tajine” de cordero, couscous royal, “pastillas”… Nos dejamos llevar por la conversación, por las caderas vibrantes de la danzarina y por el mesmerizante movimiento circular de la borla que agita desde su gorra con extraña sonrisa uno de los músicos…
Essaouira y ecos de los Stones y Hendrix en Chez Abdou
Hoy desayunamos en la “terrasse”, qué caramba. Junto a la chimenea, los cirros dándole vértigo al cielo azul de la mañana, el azahar sutil…
Ismael Alonso está otra vez en la puerta. Nos vamos hacia Essaouira, amigos, conducidos por el joven y risueño Hassan. La primera parada, en una de las muchas cooperativas femeninas (formadas por divorciadas) que fabrican el precioso aceite de argán. Estamos en zona de argán, no hay duda, y hasta, para nuestra sorpresa, algunos ganaderos han sido capaces de hacer subir a los árboles de la cuneta a sus cabras… para cobrar de los turistas sorprendidos que quieren inmortalizar el absurdo cuadro con sus cámaras. En fin… En realidad, el aceite de argán es algo mucho más simple que las leyendas escatológicas que lo adornan. No, no se hace con los frutos defecados por las cabras. Se manufactura con la almendra del fruto del argán, tostada, molida, hidratada y apretada a mano para extraer su aceite. Lo certifican las señoras de la cooperativa, aplicadas en darle al manubrio y a las manos.
Y llegamos a Essaouira, la antigua Mogador. Olor a pescados a la brasa, esos que se consumen (pagados a peso) en los puestos pegados a la plaza Mulay Hassan, desde donde se ve y se oye al Atlántico bramar en esta mañana de clima inconcreto. Pero no vamos a caer en las manos poco piadosas de los vendedores de pescado, no. Ismael propone una aventura extraña: al parecer, más allá de la ciudad, en una playa solitaria, existe un lugar donde se come el pescado a pie de mar… y poca cosa más sabemos. Nos ponemos en marcha con el celular y, al final, Isma da con una dirección aproximada. Hassan acelera con una sola indicación: seguir las piedras azules. Pasan 30 kilómetros de carretera desolada bajo el plomo del cielo antes de que los ojos del “chauffeur” descubran un leve toque azul en una piedra de la cuneta. Giramos y nos adentramos en uno de los caminos más infernales que pueda recordar… Media hora nos lleva atravesar el yermo pedregal sin despegarnos de las rocas azules… Allí está por fin el mar bravío, blanco de espuma irascible, gris de rabia de fondo… Y, tras unas cañas, una cabaña imposible, calaveras de vaca y dromedario, huesos y conchas colgando y tintineando… Chez Abdou, colegas… Ese sitio que puede cambiarte un viaje demasiado standard y que recordarás por siempre más. Unas pocas mesas al aire libre, unos montículos de piedra dentro, la cocina, un mono aullándole a las olas, los gatos, unos patos comiendo gambas en un comedero junto a las mesas, los perros, Obama y Carla Bruni… Tío, un lugar impensable.
Comemos calamar frito, pulpo y gambitas, todo preparado a la brasa con romero. Y luego una langosta sabrosísima, hermanos, y una lubina y un lenguado desafortunadamente achicharrados en la brasa porque no hemos advertido… Aquí, “malgré la cuisine”, todo es del día, pura pesca matutina y vespertina del bueno de Abdou. Los comensales van desapareciendo en sus quads entre la niebla y vamos quedando pocos. Al final, los patos, el mono, un tipo inquietante de traje y maletín afanado en hacerse un porro… y nosotros. Abdou se nos suma, sonrisa en bandolera. Aquí, camaradas, el viejo Abdou, a finales de los sesenta, cuando abrió este local “que está siempre abierto porque… no le puse puertas”, pasó largas noches de hachís y estrellas borrosas con Brian Jones, Mick Jagger, Keith Richards y hasta Jimi Hendrix… Abdou, sin parar de hablar, se prepara lentamente un “joint” mientras nos propone su especialidad final, el “space thé” (té espacial), a base, como te puedes imaginar, de kif, y que, muy probablemente, nos lleve entre efluvios efectivamente hacia el cosmos prometido en el nombre… La conversación y el té se alargan y se enroscan al abrigo del viento atlántico, y Abdou nos cuenta cuando, hace seis años, se encontró en la playa un fardo con 30 kilos de coca que estuvieron a punto de costarle la vida. “Cuando me di cuenta de que me estaba envenenando, los quemé”, recuerda con su sonrisa inalienable, la misma que alegra su cara desde los viejos tiempos del “Marrakech Express”… Ciegos del “whisky marroquí” (como socarronamente llama Abdou al “té del espacio”), salimos hacia las dunas, el eco estentóreo del Atlántico rodeándonos y arropándonos…
Ya de regreso al Royal Mansour tras kilómetros vividos en sueños, apuraremos hasta el último minuto en el “riad” antes de ser llevados en la “limo” hacia el aeropuerto, donde tampoco, como en la llegada, habrá colas ni papeleos…
Pero –recordando a Sherezade- “no creas, ¡oh lector afortunado! que esta historia sea más prodigiosa que la que puedas sentir tú mismo en el Royal Mansour de Marrakech».
“Inch’ Allah!”