Madrid, la ciudad reservada y los tesoros olvidados

La memoria del sabor

Llego a Madrid con el tiempo justo para asistir a la conversación del Caixaforum entre Benjamín Lana, Andoni Adúriz y David Muñoz, y la sigo con interés. Coincido en la previa con Miguel Ángel Vela del Campo, que anda ayudando a que la Real Academia de Gastronomía descienda al nivel que ocupamos los mortales, toque tierra con los pies y empiece a mostrar su condición humana, con la academia madrileña como instrumento. Lo próximo será un encuentro sobre la tapa en el Ateneo de Madrid, con Sacha Hormaechea como atracción. Buena noticia para la sintonía entre la divinidad institucionalizada y el pueblo llano; vengamos de donde vengamos, todos somos un poco Sacha.

 

Al final de la conversación, alguien pregunta a David su opinión sobre esa suerte de overbooking que vive la restauración madrileña, y obliga a reservar con al menos un día de antelación para salir a comer. Me sorprende la pregunta y la respuesta me parece cuerda -dice que le parece un síntoma del buen momento que vive la cocina madrileña-, hasta que acaba la sesión y me pongo a la tarea de buscar un sitio para cenar. Paso por el cercano Mercado de Antón Martín, con la intención de ver tres espacios que se vuelcan con los vinos naturales. No son las nueve de la noche y la entrada al mercado impacta. Están cerrando dos de los últimos puestos de venta de comida que sobreviven (una pescadería y el otro parece que es una frutería), en medio de un olor a fritanga que echa para atrás; aceite rancio y harina requemada evaporados en nubes que recorren los pasillos. El tufo se mete hasta los huesos. Me pregunto cómo olerá la fruta, la carne o el pescado cuando los expongan por la mañana. Airbnb también ha cambiado la cara de los mercados; está dejando al frutero y el carnicero sin clientes. A nadie le interesan los mercados de los barrios, salvo a sus viejos habitantes; para el foodie ilustrado ya están el de Ayala y el de Chamatín.

 

Quedan dos plazas libres en uno de los chiringuitos que busco. Intento sentarme y el camarero me aconseja no hacerlo: “quedan veinte minutos para el primer turno y no le va a dar tiempo a tomar nada”, me dice. ¿Nada? En la barra de un bar se puede hacer una comida completa en ese tiempo ¿Turnos en el puesto del mercado? Empiezo a sentirme un guiri en mi ciudad. Pido plaza para el segundo turno. Ni pensarlo. Completo. Miro a mi alrededor y todos son turistas. Una parte importante de los nuevos locales del boom de la capital trabaja para el Madrid del Airbnb. Son el eslabón perdido entre la ración de ensaladilla y el menú degustación (gastronómico le dicen los más cursis, experiencia los nuevos conversos).

 

Empiezo a ver la parte más cruda de una realidad extraña cuando cambio de idea y decidimos tomar unas cañas y compartir alguna ración. Es miércoles y hasta el mes pasado solo había que decidir hacerlo. Nadie te paraba en la puerta de un bar. La pandemia obligó a compartimentar las barras de los bares con mesas para dos y muchos las han dejado así. Nada de llegar y sentarse; se ocupan previa reserva o espera en la calle. También se complica salir a tomar una cerveza sin planificar e invitación escrita. ¿Qué hicieron con mi Madrid? Empiezo a pensar en salir corriendo. Acabo marchando a Asturias para asistir a Féminas (denme unos días y les cuento más) y a la vuelta, en medio de la semana, intento aprovechar para ver restaurantes pendientes. En una hora vivo el rechazo de las webs de reservas de una docena larga de negocios, divididos a partes iguales entre tops y esos locales medios que en Madrid llevan una comida informal por encima del listón de los 100 euros. Recurro a contactos y me consiguen plaza en uno de los que treinta minutos antes me había rechazado. Cuando llego al local me dan a elegir entre la barra y una mesa pequeña para dos. No han echado a nadie. Había sitio, el que he ocupado y los tres que quedan libres junto al mío.

 

Todo está reservado o simula estarlo en esta ciudad en la que todos aparentan vivir un estado cercano a la divinidad. Cuando repasas las redes, se acumulan las quejas de los restaurantes por las reservas comprometidas que quedan sin cubrir. El personal pide mesa y luego no se presenta. Tal vez sea porque reserva para tres o cuatro noches a la semana, por si se le ocurre quedar con los amigos o se le antoja salir a dar una vuelta y a veces olvida anular. En esta parte del mundo llamada España se acostumbraba salir a tomar unos vinos o unas cervezas porque sí, sin planificarlo ni pensarlo mucho. Eliminada la espontaneidad, solo queda la planificación: reservo mesas y barras para los próximos cinco días, por si acaso salgo. Ya he anulado dos. Al restaurante le queda el recurso de pedir número de tarjeta de crédito y cobrar un fijo por adelantado. No creo que le moleste a un público dispuesto a pagar 40 euros por una ración y dos cervezas.

 

Mi recorrido ha sido breve y no tengo grandes cosas que contar. El anuncio de lo que será Ravioxo, la rutilante propuesta de David Muñoz que se hizo realidad después de una semana de pruebas, en la que pasaron por sus mesas la mayoría de los periodistas y críticos que en este mercado son. Hay quien cuenta la visita guiada convertida en crítica. ¿Cómo se puede criticar lo que no has visto; un restaurante en actividad? La pulsión por ser el primero nubla la razón. También pude certificar el buen estado de salud de La buena vida y Árima basque, dos de mis citas fijas, o ver la sorpresa de dos propuestas -Amós y Jerónimo- que imaginaba viviendo en el lujo de los hoteles de cinco estrellas y encuentro instaladas en el universo de los precios medios, que en esta ciudad es todo lo que no pase de 100 euros. Tiene razón David Muñoz, estamos al nivel de Londres; lástima que los sueldos sean más bien del sur. El restaurante de Jesús Sánchez, asentado en un menú de 80 en un hotel Villamagna que, después de vendido y transformado, sigue tan poco comprometido con la gastronomía como sus predecesores. La apatía culinaria debe ser hereditaria. La cocina del Cenador de Amós es una apuesta demasiado grande como para no acompañarla e implicarse con ella. jerónimo, la apuesta confortable y de cercanía de Enrique Olvera se desdibuja entre tanto fasto y tanto brillo forzado.

 

Y luego está el misterio de las barricas y las botellas perdidas. Por lo que intentan venderte unos cuantos restaurantes -unas botellas que aparecieron en un rincón de la bodega, una bota que se había quedado olvidada en un casco de Jerez, una barrica descuidada en Rioja…- las bodegas españolas son una especie de desastre sin remedio. ¿Cómo se puede perder una bota de mil litros? ¿Cómo es que, año tras año, el mismo restaurante sigue ofreciendo la misma botella centenaria, milagrosamente encontrada después de un siglo oculta en un recoveco de la bodega? Sería un buen caso para Pepe Carvalho.

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