La identidad de Tandil se sostiene desde la gastronomía. El territorio ha hecho culto del encuentro en una mesa alrededor de una tabla con quesos y embutidos. Tandil, en el sudeste de la provincia de Buenos Aires, está protegido por una cadena de sierras cuyo microclima habilita las condiciones ideales para la curación de estos productos. En su red de pueblos y parajes, crece una propuesta de turismo rural aplomado por experiencias gastronómicas genuinas que tienen como eje los viejos almacenes de campo, muchos de ellos centenarios, atendidos hoy por nuevas generaciones que apuestan por los sabores sencillos y las largas sobremesas.
“Usamos las recetas de mi familia”, explica Alejandra Confalonieri, quien acaba de reabrir el Almacén El Solcito, en el paraje del que toma el nombre. Confalonieri le dio una nueva oportunidad a El Solcito y sus cincuenta habitantes, a catorce kilómetros de la ciudad de Tandil. “Creo en la vida simple”, se declara. El almacén, inaugurado en 1931, estuvo cerrado y lo restauró con sus propias manos. Trece casas desparramadas en un radio de dos kilómetros componen el paraje. Muy cerca pasan las vías del tren, aunque no tiene estación. Cuentan los viejos vecinos que el tren paraba y el maquinista bajaba para tomar una ginebra en el almacén antes de seguir viaje. Historias de tierra adentro. Entonces había más habitantes y mucho movimiento. De todo eso sólo quedan una escuela y el Club Defensores El Solcito, el equipo e fútbol local.

¿Por qué se llaman así el paraje y el almacén? Las historias se recuerdan en el viejo mostrador. Los paisanos cuentan que un 25 de mayo (fecha patria argentina) de 1934, un grupo de jóvenes del paraje habían formado un equipo de fútbol para participar de la Liga Agraria, y no sabían qué nombre ponerle. Comieron un asado y la sobremesa avanzó, también el sol se movió y el frío comenzó a sentirse debajo del árbol en el que estaban. “¿Por qué no vamos a el solcito? así estamos mejor”, cuentan que dijo uno. Le hicieron caso pero también pensaron que podían nombrar de esa manera, El Solcito, al equipo, al almacén y el paraje. De un golpe, solucionaron varios problemas. La sencillez siempre dominó las acciones de este rincón serrano.
“La ruralidad ha cambiado”, cuenta Alejandra Confalonieri. Aquel júbilo ya no está. “La modernidad llegó al campo”; mejores caminos, mejores automóviles y una conectividad asegurada con la ciudad. El almacén, además de punto de encuentro de gauchos, fue el lugar donde se vendía el abasto necesario para vivir. En la actualidad, las compras se realizan en la cercana Tandil, un centro de abastecimiento completo donde los mercados se abastecen de los productos de la campiña. “Pensé en la gastronomía como una actividad que pudiera invitar a vivir una experiencia integral para estar en contacto con la naturaleza, y con la vida rural”, cuenta Confalonieri.

El plan se inició con un cambio de vida. La recuperación del almacén exigía tiempo, entrega de emociones y mucha fuerza. Dejaron Tandil y se fueron a vivir al paraje; necesitaban además agregar más cielo a sus vidas, y la idea se aplomaba con la posibilidad de criar a sus dos hijos en un entorno de libertad: pasto, tierra y rocío. “Para mi, entrar al almacén era transportarme en el tiempo, me llevaba a la infancia”.
Cuando visitaba al paraje e iba a tomar algún aperitivo, había soñado con reabrirlo. Entonces lo atendía Néstor Lazarte, histórico almacenero, pariente de su pareja. “Soñé con poder estar detrás del mostrador”, cuenta. Los pasos hasta llegar a eso fueron pocos pero a pulmón, como suelen hacerse estas patriadas familiares. El almacén siempre tuvo encanto. Mudo testigo de tiempos idos, el mostrador de pinotea y las estanterías atildadas recibieron de nuevo los rayos del sol con elegancia. “No quisimos cambiar nada, sólo le hicimos un lavado de cara”, dice.

“Fue hermoso”, cuenta Alejandra sobre la reapertura. Sucedió el 8 de julio, y marcó un hito en el paraje y la tradición del propio almacén. Se hizo en el marco del Ciclo de Té y Sabores Rurales y asistieron más de treinta mujeres. “El lugar fue siempre frecuentado por hombres. Queremos cuidar este patrimonio y honrar la memoria de todos los que han pasado por el almacén”, afirma Confalonieri. La propuesta gastronómica es el eje que la hace girar. Yo no hay familias buscando provisiones, ahora llegan buscando sabores de otros tiempos.
“Son comidas típicas rurales”, afirma Confalonieri, simples, abundantes y con la única pretensión de emocionar y llevar el paladar a los días en los que las abuelas cocinaban para toda la familia. ¿Cuáles son? Estofado de cordero, tallarines caseros, hechos con harina y huevos locales, puchero, guiso de lentejas, pastel de papas y matambre al horno. Completan el menú las picadas con el salame tandilense (el primer producto en Argentina en obtener una Denominación de Origen), quesos, empanadas y sándwiches de bondiola ahumada. El momento dulce se aalimenta de clásicos que mueven la fibra fina del corazón campero: flan, panqueques con dulce de leche, vigilante (queso montado con dulce de membrillo) y budín de pan. Alejandra no está sola en las ollas, la asesora el chef local Daniel Eleno.

¿Es posible hablar de una gastronomía típica de los almacenes de campo de Tandil? Eleno define conceptos: “La gastronomía refleja el espíritu de cada paraje. El entorno rural, sus olores, formas y colores hacen más atractiva la vivencia de comer en un almacén de campo. Por eso es que volver a nuestras raíces nos emociona”. Eleno mantiene la Fonda Cultural Traunn y amplio conocimiento del recetario rural. Asesoró también al Almacén Cuatro Esquinas, un destino consolidado en esta red de almacenes de campo. “A ellos les va muy bien”, explica con orgullo.
“Papas al Solcito”. Eleno cita una sencilla receta que sumó al menú del almacén: papas con limón y grasa de cerdo. El salón tiene pocas mesas, acaso sea lo más atractivo, al lado de la salamandra en los días de frío o debajo de la sombra de un saucecuando solea. Dos escenarios que deberían explicar el furor que generan estos rincones alejados de ruidos y contaminación humana: el horizonte meduloso de las sierras, sus atardeceres y las estanterías con sus botellas antiguas, frascos, sogas, vajillas y herramientas rurales.

“Existe un incremento de personas que quieren conocer el mundo rural y sus sabores”, cuenta María Elena Valdéz, Licenciada y guía en Turismo, pionera en turismo rural en Tandil. Vio este fenómeno antes que nadie, y desde 2015 comenzó a formar un grupo que nucleó los principales emprendimientos que hoy tienen éxito en los pueblos. Lo hizo como parte de un proyecto de alcance nacional del programa Cambio Rural de INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria). “Existe una necesidad de vincularse desde lo personal en largas sobremesas, en conversaciones, en bajar el ritmo sin tener apuros de la vida cotidiana. Eso tan simple es el principal valor de los almacenes de campo”, sostiene.
La campiña tandilense esconde caminos de pueblos y parajes que los fines de semana trasladan a curiosos y aventureros. El fenómenos incluye foodies que desean conocer nuevas experiencias en lugares que comienzan a transformare en culto. Desde su proyecto Atypicos Tandil, María Elena Valdez propone una ruta de sabores y visita a productores. Muestra la realidad de quiénes producen los alimentos que nutren a los almacenes. La experiencia siempre está acompañada de degustación. El Solcito entró recientemente a este grupo. “El turismo rural les da una nueva oportunidad a estos viejos almacenes de campo”, resume Vidal.
“La vida en El Solcito se siente más nítida, sus aromas y sonidos, y sus colores, se sienten con especial intensidad”, termina Alejandra Confalonieri. Las trece casas del paraje han vuelto a ver movimiento, aquel almacén que le dio vida e identidad vuelve a ser el punto de encuentro 92 años después de abrir las puertas. “Acá no hay prisas, hay aire puro y eso calma”, nos dice mientras sus hijos corren por el campo.