Llama Inn explora los nuevos caminos de la cocina peruana

Llama Inn dio el salto desde el Bronx hasta el centro de Madrid para mostrar su visión mestiza, actual y en algunos momentos divertida de la cocina peruana.

Ignacio Medina

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Llama Inn dio el salto desde el Bronx hasta el centro de Madrid para mostrar su visión mestiza, actual y en algunos momentos divertida de la cocina peruana. Todavía hay irregularidad en una propuesta recién aterrizada y necesitada de ajustarse, pero exploran caminos diferentes y rompen con la mirada habitualmente estática de los cocineros que ejercen en Perú.

 

Erick Ramírez creó Llama Inn hace siete años en New York, obteniendo un éxito que catapultó una carrera que había hecho parada intermedia en el puesto de segundo de cocina en Eleven Madison Park (el local con el que se consagró Daniel Humm). El éxito –lo contaba Nicholas Gill en 7Caníbales– impulsó el nacimiento de Llama San, un nikkei de altos vuelos, y afianzó la implantación de lo peruano en barrios neoyorkinos como el Bronx y Queens. Ahora, da el salto a este lado del Atlántico abriendo a unos metros de Charrúa, en una calle Conde de Xiquena que se está poniendo cada vez más interesante -acoge desde hace muchos años La Buena Vida, el restaurante de Elisa Rodríguez y Carlos Torres- y en un local de cuya cocina se ocupa Luis Cornejo, un joven cocinero peruano. La presencia de Erick Ramírez se hace notar en estas primeras semanas.

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Anticucho de col, chancaca, saikyo miso y quinua furikake. 

El local de Llama Inn ocupa el esquinazo con Prim y se estructura en dos alturas. En la planta baja, la barra de coctelería con un par de mesas informales y en el primer piso un comedor de aire casual y la cocina, abierta por los dos muros que la comunican con el comedor. Es el origen de uno de los desajustes más notables, que se concreta en los olores que pasan de la cocina a la sala.

 

La carta es breve -diecisiete platos más postres- pero suficiente y cuenta lo que se espera de la marca: propuestas renovadas, revisión de las recetas clásicas y nuevas formas. Resulta habitual cuando sales del Perú -ya lo hizo Omar Malpartida en Tiradito, por ejemplo, antes de que pagara las consecuencias de su locura por la multiplicación de los negocios-, y más bien extraño si te manejas en Lima.

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Ceviche de vieira, yuzu kosho, pitahaya, y nori.

La carta me entra por los ojos. Anuncian platos diferentes, empezando por los anticuchos. Está el clásico, de corazón de vaca, y con él otro muy logrado, crujiente y sabroso, a base de cortes rectangulares de col condimentados con sankyo miso, quinua furiyake y miel de chancaca. El de caballa -con tártara, papa y alcaparras- resulta confuso; el carácter de la caballa se pierde entre la acumulación de acompañantes que le disputan el protagonismo del plato. Le sucede lo mimo a la ostra con crème fraiche y caviar que abre el capítulo de crudos en la carta. El peso de una crema demasiado consistente acaba ocultando por completo el sabor del caviar y escondiendo en buena medida el de la ostra.

 

A partir de ahí se navega a favor de corriente. Me pareció brillante el ceviche de vieira en el que el molusco, fresco, entero y exultante, disfruta del encuentro con unos trozos de pittahaya, unas láminas de nori crujiente y la incorporación de yuzu kosho a la leche de tigre. Acido, dulce, salado, mar y tierra… Escapa del recetario peruano en un gustoso plato de lentejas con setas en escabeche, que adornan con chips de patata frita, y con un yakimeshi de mejillones completado con sisho, láminas de dashi, soja y huevo a baja temperatura. Tira a confuso, pero funciona.

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Luis Cornejo, jefe de cocina, y Erik Ramírez, chef ejecutivo.

Vuelve a versionar lo peruano con un logrado picante de langostinos (no son camarones, como anuncian, imposibles en este lado del mundo; el plato sale ganando con el cambio) cubierto con una lámina de tofu y adornado con arroz crujiente. La revisión del filete apanado con tallarines verdes es de lejos lo mejor de la comida. Dan un giro total al plato tradicional, nacido de las corrientes migratorias italianas -una milanesa, a menudo del tamaño de una sábana, cubriendo una fuente de tallarines coloreados de verde aderezados con un peculiar pesto cremoso a base de espinacas- sin alterar la esencia de la propuesta. El filete apanado se cambia por una presa ibérica de buen tamaño, empanada y frita siguiendo las pautas del tonkatsu. En lugar de tallarines, unos meritorios fideos udon hechos en la casa. Se comparte entre dos y deja sin posibilidad de seguir comiendo.

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