Los convites de Camelia

Tras veinte años en los fogones, la chef colombiana Camila Vélez estrena un espacio para veladas y convites en una antigua casona del centro de Medellín

La cocina de Camila Vélez es coquetería pura. Tras atravesar el portón de esta casona de Bomboná, entre las mesas y la barra del bar Persona, se llega a un jardín central de una exuberancia esperanzadora. Está bordeado por un corredor cuadrado en piso de mosaico que pinta otros tiempos. En uno de sus lados asoma la puerta de dos alas y una discreta placa en la que se lee: “Camelia”. Así la llaman sus amigos.

 

Estamos en el centro de Medellín, en el distrito cultural y creativo San Ignacio, encabezado por la plazuela y el claustro del mismo nombre. Los asiduos a la zona, que abunda en teatros y un aire alternativo, conocen bien la casa. Allí se ubicaba La Pascasia, a decir de sí mismos: “Lugar de conciertos y desconciertos. Donde la música, el baile, la literatura, el cine, las actividades académicas y la discusión de los problemas sociales tienen sitio”. Hoy, aún en el vecindario, se fueron a un edificio más espacioso.

 

Con su partida, el inmueble, propiedad de la familia que lo habitó por años, quedó desocupado. Alfonso Posada, músico, fotógrafo, productor y socio de Camelia en varias aventuras, le propuso que la tomaran en arriendo. Ella le dijo que estaba loco. Él replicó que igual la alquilaba, que ella ya vería. “Fonso me arrastró”, recuerda hoy agradecida. Lo cierto es que Camelia llevaba diez años con su servicio de catering desde su apartamento y, en la búsqueda desde hace algún tiempo, de un espacio para trabajar por fuera.

 

Imagen que muestra a Camila Vélez trabajando, y la atmósfera de la casa antigua de Medellín que habilitó como restaurante
Camila Vélez, Camelia, acoge en su casa de convites a grupos desde ocho personas para los que cocina un menú sorpresa.

 

Lo que quizás no imaginó fue encontrar un lugar tan acogedor, lleno de historia y con unos socios a quienes une el afecto y la estética: “El gusto por vivir rico, por el disfrute”. Persona, el bar, es de los mismos creadores de la pizzería Barro de El Retiro: Teodoro Posada, músico y fotógrafo y Candelaria Posada, música y arquitecta, quien hizo las adecuaciones de la casa; junto con Víctor Acevedo, también músico, y a cargo de la programación de la sala de conciertos. Alfonso Posada, el que los embarcó en esta aventura, tiene allí su estudio de grabación, su proyecto personal.

 

En este contexto Camelia, quien dice que no sabe de música, pero que con ellos aprende, creó el espacio para lo que ha denominado sus convites, que iniciaron el 5 de julio con una velada a cuatro manos que ofreció con su amiga la también cocinera María Teresa Vélez del restaurante Naan. Ese día abrieron toda la casa para el evento y sirvieron rillettes de trucha, pasta rellena de camarón, morrillo braseado al vino tinto y tarta tatin con crema de haba tonka. Desde entonces la demanda ha sido constante.

 

La imagen muestra el comedor de la casa, y cómo las mesas están pensadas para compartir veladas entre amigos.
El comedor se ha habilitado pensando en acoger grupos a partir de ocho personas.

 

Los comensales de los convites han ido llegando porque conocían a Camelia o por el boca a boca. Desde su cocina, con paredes amarillas y blancas, piso también en mosaico en el mismo tono con toques verdes y cafés, la cocinera se muestra feliz. Armó el lugar con curia y cariño: “Tenía algunas cosas, otras son herencias. El fogón y la campana eran de John Zárate de Sambombi, el congelador de Óscar Pérez (otro colega), la nevera de mi mamá y las lámparas diseño de Santiago Restrepo, otro amigo arquitecto, en canje por comidas infinitas”. El interiorismo es de la arquitecta Manuela Bonilla, otra amiga.

 

Junto a la cocina está la mesa única que atiende a partir de ocho comensales. Así funciona una de las modalidades de los convites. Las personas reservan mínimo para ese número y ella prepara un menú. Como la acogida es creciente, y si en la casa no hay actividad musical, Camelia atiende ese mismo día a parejas o grupos más pequeños en las mesas que tienen en el área común, rodeando el patio de lo que ella denomina una vecindad. La otra modalidad es casa abierta para más gente, tal cual lo hicieron el día del primer convite y con la misma aliada. Dice que sirve comida sencilla con ingredientes bien seleccionados. No les cuenta a sus comensales el menú, pero se informa sobre restricciones o alergias y es respetuosa de las mismas. “Es un festín, quiero que la gente pase rico”.

 

De la cocina a las aulas

 

Es un momento especial para esta cocinera, que dice haber iniciado su camino al revés. A los 18 años, recién egresada del colegio, se fue a vivir a Israel sin un plan claro y terminó trabajando en cocina: “pues, pelando papas”, aclara. Nunca había sentido un interés por el tema, pero sí había visto a su papá y a sus abuelas cocinando siempre. Tras un tiempo viajando regresó a Medellín, aún sin planes claros.

 

Por cosas de la vida se presentó para un cargo en el restaurante Mezzeler, ya cerrado, pero que fue un referente en los años que estuvo abierto. Pasó tres días en la cocina en prueba y le dieron el trabajo, por apenas poco más de un salario mínimo. Aprendió, pero también se aburría un poco. Decidió irse a estudiar historia a la Universidad Nacional. De allí saltó a la cocina de Casa Molina cuando aún operaba con menú degustación en el barrio Manila de Medellín. Álvaro Molina, chef y creador del concepto, le permitía acomodar los horarios para estudiar y trabajar.

 

Cumplía roles en cocina, como host y en servicio y allí estaba cuando Álvaro la llamó a presentarle a “un par de gringos que querían conocerla”. Eran Carmen Angel y Rob Pevitts, creadores del grupo de restaurantes Carmen, que apenas habían llegado a la ciudad y estaban montando su primer restaurante. Le ofrecieron trabajo tiempo completo en su cocina. Ella aceptó. Hasta ahí llegó la carrera de historia. Inicia otra etapa de aprendizaje.

 

La imagen ilustra la intimidad y calidez que desprende la casa, con platos de servicio sencillos de peltre y una luz cálida.
La cocina, el comedor e incluso la vajilla, se mueven en una estética sencilla, más cercana al estándar de una casa particular que al de un restaurante.

 

Empezó antes de que abriera Carmen en una cocina que tenía aparatos que no había visto en su vida. Entre otros roles, hacía de traductora para Rob. Poco a poco el chef le fue entregando responsabilidades, “me convertí en su saucier, y eso que él no le soltaba sus salsas a nadie”. Han pasado años desde su paso por Carmen y su gratitud, así como la amistad con los creadores del grupo, se mantiene intacta.

Fue estando allí que Camelia sintió que era tiempo de ir a la academia de cocina, aunque Rob le decía que no lo necesitaba. Se fue a Buenos Aires, Argentina en 2012 a hacer la carrera de panadería y pastelería. Pasó por varios restaurantes y en uno de ellos supo lo que era el maltrato en este oficio. Cuando no estuvo dispuesta a soportar un grito más, agarró sus cuchillos y regresó a Colombia. Trabajó un verano en Turquía, estudió estilismo culinario en Nueva York y en 2014, sin proponérselo, nació su negocio de catering.

Entonces, como ahora, el boca a boca hizo lo suyo y lo que no estaba ni considerado, se convirtió en su forma de vida. Hoy Camelia emprende una nueva aventura culinaria, en su acogedora cocina de la casa del barrio Bomboná. Allá entre música, amigos e ingredientes, se siente una feliz integrante de la vecindad que juntos construyen.