Jonathan Gold tenía una meta: comerse una calle.
Con poco más de veinte años, decidió que iba a pedir un plato en cada uno de los restaurantes y establecimientos de Pico Boulevard.
No se trataba, en los años 80, de la calle más atractiva de Los Ángeles. No tenía el magnetismo de Sunset o Melrose. En ninguna revista hablaban de “la vibrante escena de Pico Boulevard” o del “secreto mejor guardado de la ciudad”
Pero Gold vivía en Pico, y cada noche, al salir del trabajo, comía en un restaurante diferente.
Probó pupusas salvadoreñas, llapingachos ecuatorianos, arroz frito cubano y pepián guatemalteco. También se enamoró, recibió un disparo, fue a su primer concierto punk y a clases de violoncello.
A lo largo de un año, avanzó puesto a puesto, cocina a cocina, como un lentísimo pac-man a lo largo de 25 kilómetros desde el centro hasta la playa de Santa Mónica.
Con el tiempo, Gold se convertiría en el primer crítico gastronómico en ganar un Premio Pulitzer. Siempre repitió que Pico fue el lugar donde realmente aprendió a comer.

Una década antes del proyecto de Gold, el escritor Italo Calvino contaba en una entrevista que, a pesar de haberse mudado a París, aún no lograba que la ciudad apareciera en su literatura. Al italiano no le era fácil hacer propia una ciudad que construyó en su mente a partir de todo lo que leyó desde niño y adolescente, desde Los tres mosqueteros hasta Proust.
Sentía que paseaba sobre las palabras y los conceptos de otros autores.
Recién al caminarla cotidianamente, con su hija pequeña, comenzó a entenderla como una gran enciclopedia:
“Todos nosotros leemos una ciudad, una calle, un tramo de acera siguiendo la fila de las tiendas. Hay tiendas que son capítulos de un tratado, tiendas que son voces de una enciclopedia, tiendas que son páginas de un periódico”.
De entre ellas, sus favoritas eran las de quesos, con sus cientos de variedades que esconden una forma de hacer, un paisaje, una civilización.
Algo no muy distinto al Louvre, según Calvino.
No es casual que su primer texto sobre París, donde comenzó a hacer propia a esa ciudad que le era esquiva, se titulara «El museo de los quesos».

A Calvino, ya en 1974, le preocupaba que las ciudades se estuvieran transformando “en una única ciudad, en una ciudad ininterrumpida donde se borran las diferencias que en otros tiempos las caracterizaban”.
Siguiendo esa línea, podemos pensar en la desaparición de determinadas tiendas, de determinados bares, como una forma de empobrecimiento del léxico de una ciudad.
Hay un proceso de copiar y pegar barrios de moda como quien copia y pega un texto.
Es innegable el peso de la especulación inmobiliaria y la gentrificación, pero ¿Qué hay de nuestra propia forma de leer la ciudad?
Pienso en cómo ha cambiado mi mirada con los años. Durante gran parte de mi niñez tuve la costumbre de caminar mirando al suelo. Todos los días recorría con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha las cinco cuadras que separaban mi casa de la escuela. No sé qué cambió, pero en los últimos años de primaria comencé a levantar la vista. Entonces, esas cuadras de las calles Méndez Núñez, Soca y Rivera que conocía baldosa a baldosa, se llenaron de puertas, ventanas, árboles y balcones inesperados. Fue una revelación. Como descubrir que alguien a quien veías todos los días tenía un lado oculto, más interesante que el visible.
Gran parte de la conversación gastronómica actual la ocupan las listas y los rankings, pero a los lugares que más disfruto no me ha llevado una recomendación de expertos o influencers, sino la curiosidad.
Puede ser que Montevideo no me ofrezca una calle como Pico Boulevard, que alterne comida persa, ecuatoriana, oaxaqueña y griega, pero el hecho de caminar, comer y guiarme por la intuición ha ampliado mi horizonte cotidiano.
Es a lo que llamo “Iluminar el mapa”. Puede sonar grandilocuente, pero es una noción que aprendí en el lugar menos elevado: en mi cuarto de adolescente mientras jugaba al Age of Empires, un videojuego de estrategia para PC.
Al iniciar cada partida disponías de un grupo de aldeanos y guerreros, con los que tenías que levantar una civilización y derrotar al enemigo.
En la parte inferior de la pantalla había un pequeño mapa. Ese mapa estaba prácticamente en negro; a medida que tus personajes avanzaban, el mapa se iba iluminando. El mundo se ampliaba.
Hace años que no juego al Age of Empires, pero la imagen no me abandonó: conocer un lugar nuevo es ampliar el mapa, iluminar una nueva porción del mundo. Por eso cualquier excusa me sirve para tomar una calle lateral o meterme en un café desconocido.

En el documental City of Gold, el geógrafo urbano Michael J. Dear habla del extraño caso de Los Ángeles, que a diferencia de otras ciudades estadounidenses no se expandió desde el centro hacia la periferia, sino que sus múltiples periferias, empujadas por sus comunidades de inmigrantes, fueron creciendo hasta generar sus propios centros. “Todos estos diferentes centros —dice Dear—, han crecido y han colisionado entre sí para formar una gigantesca megápolis de entre 18 y 20 millones personas”.
A lo largo de su carrera Jonathan Gold buceó en cada una de esas periferias e hizo reseñas de restaurantes que, según su descripción, no estaban pensados para los críticos o los turistas, sino para cubrir las necesidades de sus propias comunidades. Restaurantes que, por ejemplo, no hacían cocina mexicana genérica sino la específica de las regiones de donde venían los trabajadores que se instalaban en la zona.
Dear sostiene en el documental que el trabajo de Gold es tan importante desde el punto de vista gastronómico como urbanístico: “Él nos proporcionó un mapa. Su mapeo culinario se convirtió en una cartografía de la región y, guiándonos, llegamos a entender nuestra ciudad.”
Leer, caminar, mirar, comer. Distintas formas de iluminar el mapa de una ciudad.